Hace ocho años empecé a trabajar en el Afganistán, que aparece clasificado repetidamente como el peor lugar del mundo para ser mujer y más aún para luchar por los derechos de la mujer. Llegué al país por mi cuenta con preguntas centradas en torno a la violencia por razón de género y la igualdad. Era consciente de mis propias ideas preconcebidas como mujer estadounidense, pero como víctima de violación, y como hermana de una víctima de violación, trabajaba desde una posición de curiosidad. ¿Cuáles son las condiciones necesarias para la aceptación generalizada de la violencia por razón de género y la opresión? ¿Cuáles son las similitudes entre la forma en que el Afganistán y los Estados Unidos de América abordan los derechos de la mujer y dónde están las soluciones? ¿Qué es necesario para que las mujeres tengan voz?

Cuando viajaba por el país en coche, en moto y finalmente en bicicleta de montaña, pude experimentarlo de manera única. Mientras la mayoría de mis compañeros de trabajo en los ámbitos de la ayuda y el desarrollo estaban limitados por protocolos de seguridad y burocracia y el personal de la embajada con frecuencia ni siquiera podía salir de sus recintos, yo pude recorrer el país y trabajar de manera única junto a los lugareños. Dormí en el suelo de casas familiares en aldeas de montaña y mantuve conversaciones auténticas y a menudo íntimas con hombres y mujeres fuera de los parámetros de una reunión o agenda programadas. Entregué material escolar en comunidades de montaña remotas; encabecé la construcción de una escuela para sordos en Kabul; trabajé en prisiones de mujeres; creé instalaciones de arte callejero; y apoyé proyectos grafiteros de jóvenes artistas en Kabul.

Durante el pasado decenio se ha producido un aumento del número de mujeres que se presentan a cargos públicos y se incorporan a las fuerzas de policía y al ejército; de jóvenes activistas que se manifiestan en las calles para protestar contra el acoso sexual; y de proyectos puestos en marcha por mujeres para mujeres que amplifican su voz y consolidan su papel en una sociedad dominada por los hombres. Las mujeres jóvenes instruidas están ahora decididas a cuestionar las barreras que impiden la igualdad y fomentan la opresión.

En mi primera visita al Afganistán me di cuenta, entre el ruido y el caos de bicicletas que zigzagueaban a través de las calles urbanas y ofrecían transporte en las aldeas rurales, de que todos los ciclistas eran hombres y niños. En ninguna de las miles de bicicletas que había en las calles afganas vi una mujer.

En el resto del mundo, especialmente en Asia Meridional y África, las bicicletas se utilizan directamente como herramienta de empoderamiento y justicia social. Son accesibles en mercados de bicicletas locales, son más asequibles que los coches o las motos y son fáciles de reparar. Las bicicletas también pueden utilizarse para mejorar la salud y no son nocivas para el medio ambiente. La movilidad independiente que permiten las bicicletas aumenta el acceso a la escuela y a la atención médica y se ha demostrado que reduce los índices de violencia por razón de género cuando se permite a las niñas montar en ellas. Como víctima de la violencia por razón de género, me enamoré de las bicicletas por otra razón menos tangible. Cuando monto en ellas, me siento como la versión más fuerte y libre de mí misma. Soy como la Mujer Maravilla sobre dos ruedas, a prueba de balas y armada con mi lazo de la verdad. Esta sensación es el origen de lo que considero el beneficio más positivo del deporte. No puede cuantificarse con simples números o estadísticas, sino que es efectivo más allá de toda medida. La libertad y la confianza en uno mismo deberían ser el principal objetivo de toda la labor humanitaria.

Empecé a montar en bicicleta de montaña en el Afganistán como forma de cuestionar y desafiar la barrera de género que está profundamente arraigada en la sociedad afgana y la región en general y a descubrir las razones que están detrás del inveterado tabú que impide a las niñas montar en bicicleta. En el centro de la cuestión emergieron dos razones: la primera está relacionada con la virginidad y el honor, y la segunda con la independencia y la movilidad.

La virginidad y la moralidad son preocupaciones prácticas cuando se tiene en cuenta cómo se valora a las mujeres en la sociedad y cómo se reflejan sus acciones en el honor de la familia. Las niñas a menudo solo tienen valor en cuanto a su capacidad de casamiento; deben ser vírgenes en el momento del matrimonio. La prueba de la virginidad llega en la noche de bodas con la aparición de sangre. Hay niñas que han sido devueltas a sus familias si se cuestiona su virginidad, arruinando la reputación de toda la familia. El deporte, y montar en bicicleta en particular, se considera algo que podría perjudicar el honor de una niña, no solo por el acto radical de montar en público, sino por la pérdida de un himen intacto. Si bien pocas niñas en Occidente estarían preocupadas por que la práctica de deporte pudiese romper su himen y arruinar su reputación y posibilidad de casarse, es una preocupación muy real en un país en el que los médicos todavía realizan pruebas de virginidad como prueba de honor.

La segunda razón se refiere a la movilidad independiente. En un país que todavía controla estrictamente la libertad de circulación y el código de vestimenta de la mujer y en el que muy pocas mujeres aprenden a conducir o, aunque supiesen, pueden permitirse un coche, las bicicletas ofrecen acceso a una movilidad independiente. Esta independencia sobre dos ruedas es la razón por la cual las bicicletas han sido un símbolo integral y una herramienta de los movimientos por los derechos de la mujer en todo el mundo, incluidos los movimientos sufragistas británico y estadounidense. Una de las sufragistas estadounidenses más queridas, Susan B. Anthony, dijo que “la bicicleta ha hecho más por la emancipación de la mujer que cualquier otra cosa en el mundo”. Montar en bicicleta no estaba exento de riesgos en Occidente. Las mujeres estadounidenses y británicas que empezaron a montar en bicicleta a finales de la década de 1800 eran consideradas inmorales y promiscuas. Esto demuestra que el ciclismo siempre ha sido controvertido en el caso de la mujer, no solo en el Afganistán, sino en todo el mundo. Sin embargo, también ha generado un cambio social real en lo que se refiere a la igualdad y la independencia.

A pesar de los riesgos para el honor y la seguridad en un país que todavía se halla en medio de un conflicto, las niñas afganas han empezado su propia revolución a dos ruedas. Al igual que las mujeres estadounidenses y británicas un siglo antes, montan en bicicleta para desafiar las barreras de género a pesar de los riesgos e insisten en su derecho a ello. En los últimos tres años, he sido testigo de cuatro grupos diferentes de mujeres que montaban en bicicleta y me he sentado con muchísimas otras que montaban en sus barrios al atardecer o vestidas de niño con sus hermanos o padres.

El grupo más destacado es el Equipo Nacional Afgano de Ciclismo Femenino de Kabul, fundado por un hombre que también creó el equipo masculino. Conocí al Equipo de Ciclismo Femenino en 2012 y las he apoyado y entrenado, aprovechando mi anterior carrera profesional como entrenadora deportiva. Intenté orientar al entrenador y trabajar con una federación deportiva corrupta que ha puesto trabas a las niñas mientras les ofrecía al mismo tiempo la estructura para organizarse como equipo nacional. El Equipo ha sido invitado a participar en carreras fuera del Afganistán y, aunque tienen un largo camino por recorrer antes de poder competir contra corredoras profesionales, están desafiando el tabú que rodea al ciclismo femenino.

Mientras el Equipo se esfuerza por avanzar a pesar de la corrupción existente dentro del Comité Olímpico Afgano y la Federación Afgana de Ciclismo, la atención mediática y su reciente nominación al Premio Nobel de la Paz han incitado a muchas niñas a aprender a montar. En Bamian, Zahra Hosseini lleva varios años enseñando a niñas a montar. Formaron un club, organizaron varias carreras y paseos comunitarios y recientemente han registrado el club como equipo oficial ante la Federación Deportiva con el fin de conseguir una plataforma más sólida para abogar por el derecho de las niñas a montar en bicicleta. En varias ocasiones, mientras iba en bicicleta con la Sra. Hosseini y sus amigas, algunos niños me dijeron que se iban a casa a enseñar a sus hermanas a montar. En Kabul, varios clubes ciclistas informales, no creados por una organización no gubernamental o externa sino por niñas afganas, han empezado a reunir a niñas para montar. Recientemente se formó el BorderFree Cycling Club como primer club mixto, en el que niños y niñas montan juntos en bicicleta como forma de romper los estereotipos de género.

Se tardó una generación de mujeres estadounidenses y británicas en empezar a romper la barrera de género que estigmatizaba a las mujeres que montaban en bicicleta. Tardaron casi un siglo en ser aceptadas como ciclistas profesionales al igual que sus homólogos masculinos. Finalmente, en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles (Estados Unidos de América) de 1984 se permitió a las mujeres competir en ciclismo. El cambio no se produce planificando proyectos de uno o cinco años. Se produce en el transcurso de una generación, de manera natural y auténtica. Las mujeres afganas que montan en bicicleta actualmente están pedaleando hacia una revolución. Pueden pasar decenios antes de que normalicen el ciclismo entre todas las niñas, pero con cada pedaleo defienden sus derechos y motivan a otras a hacer lo mismo.