Los editores de Crónica ONU me invitaron a colaborar con un artículo para este número en conmemoración del 70° aniversario de la fundación de las Naciones Unidas. Acepté, pues esta es una institución como ninguna otra en lo que se refiere a su misión, su universalidad y las esperanzas depositadas en ella en el momento de su creación. A lo largo de mi carrera política, las Naciones Unidas han desempeñado un papel trascendente y significativo.

Recuerdo mi discurso ante la Asamblea General en diciembre de 1988, cuando los esfuerzos para superar la confrontación mundial y poner fin a la Guerra Fría daban los primeros resultados tangibles. Estaban ahora dadas las condiciones para que las Naciones Unidas llevaran a cabo su misión prevista: convertirse en una plataforma para la cooperación genuina entre todos los Estados Miembros en su búsqueda de la paz duradera, la prevención y resolución de conflictos y las soluciones a problemas mundiales.

Por primera vez en muchos años, los miembros del Consejo de Seguridad lograron arribar a un consenso y acordar medidas eficaces concertadas, lo que les permitió contrarrestar la agresión del régimen iraquí contra Kuwait. Las Naciones Unidas intervinieron activamente en la resolución de otros conflictos regionales, y ni siquiera la confrontación persistente en el Oriente Medio parecía ya irresoluble. La comunidad internacional y su Organización universal podían ahora prestar atención a desafíos globales tales como la crisis relativa al medio ambiente, la pobreza y el subdesarrollo. La supervivencia de cientos de millones de personas y de la humanidad misma depende de que se encuentren soluciones para estos problemas.

Hoy en día debemos reconocer que no hemos cumplido todas las expectativas que surgieron en aquel entonces. Sin embargo, es indudable que a lo largo de los años las Naciones Unidas han logrado mucho y han demostrado en numerosas ocasiones cuán necesaria es la Organización para los Estados Miembros y las personas del mundo entero. Fue dentro de su recinto donde se presentó la iniciativa que se plasmara en la aprobación de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) en 2000. El Proyecto del Milenio ha concentrado la atención de los Estados Miembros en los problemas que deben resolverse para que millones de personas de todo el mundo puedan gozar de una mejor calidad de vida, medios de subsistencia decentes y cierta dignidad. Es importante que se hayan fijado metas específicas en este sentido. Si bien aún deben analizarse los resultados y ya es claro que no todos los Objetivos se han cumplido, el Proyecto en general ha sido una iniciativa constructiva. La pobreza está disminuyendo en forma gradual y millones de personas están obteniendo acceso a educación, atención médica, agua limpia y saneamiento. Me complace que la Cruz Verde Internacional, organización que contribuí a crear y en la que he participado de manera activa, haya efectuado su propio aporte a esta ingente labor, que debe continuarse y hacerse más eficaz.

No obstante, esto no significa que podamos estar satisfechos con el curso de los asuntos mundiales en la era posterior a la Guerra Fría. Más bien, tenemos motivos justificados para ser sumamente críticos acerca de lo que ha sucedido y continúa ocurriendo ante nuestros ojos. En lugar de un verdadero nuevo orden mundial que, en palabras del Papa Juan Pablo II, sería más seguro, más justo y más humanitario, hemos sido testigos de la escalada de procesos aleatorios, a menudo caóticos, que se encuentran fuera del alcance de la gobernanza mundial.

Esto ha afectado el rol y el prestigio de las Naciones Unidas. Su influencia se vio muy afectada cuando la Organización fue excluida del proceso de búsqueda de soluciones a complejas amenazas a la seguridad, particularmente en la ex-Yugoslavia y el Oriente Medio. Las medidas unilaterales de los Estados Miembros contradicen la esencia misma de la Organización mundial. Los acontecimientos de los últimos años han demostrado que esta política no solo es peligrosa, sino también contraproducente para todos, incluso sus partidarios. En lugar de resolver problemas, los agrava y genera complicaciones nuevas, a menudo más graves y arriesgadas. Sin embargo, parece que no todos los países han aprendido de esta amarga experiencia.

El último año y medio ha resultado particularmente difícil para la comunidad internacional. Se ha perdido la confianza mutua entre los Estados principales, incluso en aquellos a los que la Carta de las Naciones Unidas confiere una responsabilidad especial en el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales. Los principios fundamentales que constituyen los cimientos de las relaciones internacionales se ven desafiados. Se trata de los principios de diálogo, respeto por los intereses mutuos, avenencia y planteamiento pacífico de las controversias y la solución de conflictos. Desde luego, no cabe esperar que las Naciones Unidas funcionen con eficacia en estas circunstancias.

Lo que más me preocupa es que los desacuerdos entre las principales Potencias con respecto a la crisis en Ucrania han provocado prácticamente el estancamiento de su interacción y cooperación en numerosos y trascendentes problemas mundiales. Los contactos de alto nivel se han reducido ahora al mínimo y, cuando ocurren, suelen parecerse a un diálogo de sordos. La situación recuerda cada vez más al estado de cosas de fines de la década de 1970 y comienzos de la década de 1980, cuando los líderes mundiales evitaban reunirse, mientras el mundo se precipitaba hacia el abismo. En la actualidad resulta imperativo demostrar la voluntad política de superar el estancamiento y empezar a restablecer la confianza y la interacción normal.

Creo que ahora debemos volver a las cuestiones de principio, en las que la prioridad principal es la inadmisibilidad del uso de armas nucleares. Las doctrinas y los conceptos militares adoptados por las Potencias nucleares en los últimos años incluyen expresiones que representan un retroceso en comparación con la Declaración Conjunta de los Estados Unidos de América y la Unión Soviética de 1985, que hacía hincapié en la inadmisibilidad de la guerra nuclear. Estoy convencido de que debe emitirse otra declaración, tal vez a nivel del Consejo de Seguridad, con el propósito de reafirmar que una guerra nuclear nunca podría ganarse y no debería librarse jamás.

Teniendo en cuenta el importante rol de la Federación de Rusia y los Estados Unidos de América en el mundo, he exhortado a los líderes de estos dos países a que se reúnan para discutir la agenda mundial en su totalidad, analizar todos los problemas y desarrollar un marco de cooperación para resolverlos. No puede permitirse que los desacuerdos respecto de un solo conflicto regional, aunque sea muy grave, entorpezcan por completo los asuntos mundiales. Confío en que los demás Miembros permanentes del Consejo de Seguridad también puedan contribuir en forma activa al inicio de un diálogo significativo y a la identificación de intereses mutuos con el fin de volver a encaminar la política mundial hacia la cooperación en lugar de la confrontación.

No cabe duda de que hoy en día mucho depende del liderazgo. Si los líderes reconocen su responsabilidad y superan antiguos desacuerdos, en particular sus agravios subjetivos, será posible encontrar una salida del estancamiento. Treinta años atrás, logramos hacerlo en circunstancias mucho más difíciles, cuando el atolladero político parecía insuperable y las existencias de armas nucleares eran mucho más grandes que en la actualidad. Hoy, no debemos entrar en pánico, ni ceder al pesimismo. En sentido figurado, es posible despejar el cielo sobre la Sede de las Naciones Unidas y generar las condiciones necesarias para que la Organización mundial lleve a cabo su misión.