Las amplias manifestaciones de nuestra épica interdependencia mundial se pueden apreciar cada vez mejor. Las técnicas financieras de los Estados Unidos pueden determinar un crecimiento económico en cualquier lugar del mundo; las emisiones de dióxido de carbono de China pueden afectar el rendimiento de los cultivos y el sustento de la población en Maldivas, Bangladesh, Vietnam y más allá; una epidemia en Vietnam o en México puede imponer limitaciones a la vida pública en los Estados Unidos; y un escape nuclear en el Japón tiene repercusiones para la salud pública en todo el mundo. Las dificultades inherentes a la formulación y aplicación de soluciones para los problemas mundiales por Estados-nación se han hecho cada vez más visibles. Tradicionalmente se han utilizado dos modelos generales para enfrentar este problema. El primero se vale de una amplia gama de alianzas y soluciones especiales creativas, y hay que admitir que ha producido muchos resultados encomiables1. El segundo modelo se basa en una dependencia más sistémica de las normas del derecho internacional, y también en lo que se conoce como el paradigma de los bienes públicos mundiales. Los proponentes de este concepto se refieren ante todo a la existencia de determinados bienes públicos mundiales, de los cuales el ejemplo más obvio es el clima. El paradigma de los bienes públicos mundiales implica también alguna concordancia en la manera en que las personas responden a los diversos desafíos mundiales que requieren acción colectiva. Algunos tienden a sentirse agobiados por esta expectativa de concordancia entre las diversas facetas de la gobernanza mundial, mientras que otros la encuentran tranquilizadora y liberadora.

Ambos modelos se basan en la premisa de que la gobernanza mundial es, en esencia, un acertijo tecnocrático para el que se hallarán las respuestas necesarias mediante un diseño institucional inteligente. Ahora bien, la red de interacciones e interdependencias se ha hecho demasiado intrincada y ya no es posible tratar cada cuestión como una transacción por separado. En realidad, lo que el mundo está negociando es un contrato social mundial, no una solución tecnocrática. Hay una pregunta fundamental que debe responderse, a saber, qué responsabilidad tenemos todos con respecto a las personas que no son nuestros compatriotas. Es una pregunta tan sencilla que a menudo impresiona la extraña falta de respuestas rápidas para esta cuestión esencial. Generar respuestas coherentes para ello entrañará comenzar a imaginar un civismo mundial2.

No hay razones para suponer que la interdependencia no continuará, o incluso que disminuirá, en un futuro cercano. Muchas personas de todo el mundo perciben que han perdido capacidad para controlar significativamente sus vidas. Esto les produce anomia, ansiedad y reacciones negativas. No se trata de escoger entre regresar a un pasado idealizado con fronteras sólidas y Estados-nación todopoderosos, o ser una hoja indefensa a merced de vientos que soplan desde las más remotas esquinas del mundo. Se trata de escoger si la humanidad será o no capaz de forjar un contrato social mundial. Se necesita un conjunto de principios rectores, un compás moral, para que las personas de todo el mundo puedan navegar por las traidoras aguas de la creciente interdependencia mundial.

Podría pensarse de esta situación que es semejante a conducir un automóvil. Cada día millones de personas conducen a más de 80 kilómetros por hora dentro de una tonelada de metal a una distancia mínima de otras personas que hacen lo mismo. Un ligero movimiento del timón en la dirección equivocada provocaría un desastre, pero conducimos sin preocupación porque lo hacemos en asociación implícita con los otros conductores y podemos confiar razonablemente en su conducta. Esa asociación y esas expectativas con respecto a los otros conductores, que sirven para mitigar los riesgos teóricos de la conducción, pueden existir porque las personas siguen un marco de leyes, hábitos y convenciones de larga data sobre cómo conducir automóviles.

En un mundo cada vez más interdependiente, las personas necesitan un marco mundial comparable para gozar de relativa tranquilidad. Una parte de ese marco de referencia debe basarse en el civismo mundial, un sistema de responsabilidades conscientes que estamos dispuestos a asumir después de las debidas deliberaciones, y de derechos correspondientes que estamos dispuestos a reclamar. Todos debemos preguntarnos lo siguiente: ¿qué responsabilidades estamos dispuestos a asumir personalmente con respecto a los demás seres humanos, y cómo sería el civismo mundial? Un experimento de reflexión puede ayudarnos a encontrar la respuesta.

Digamos que dentro de un año más o menos diéramos la bienvenida a este planeta al ser humano número 7.000 millones, y tratemos de imaginar qué le diríamos sobre las condiciones humanas que le aguardan. Esa conversación, por hipotética que fuera, nos ayudaría a evaluar la situación mundial a la que todos hemos contribuido. También nos colocaría en la dirección indicada para descubrir nuestras responsabilidades más inminentes para con los demás y para con la próxima generación, es decir, la esencia del civismo mundial.

Lo primero que podemos decirle a nuestra recién llegada es que puede esperar vivir más de 70 años, y que eso es el doble de lo que las personas esperaban hace un siglo. Le diríamos que, aunque el mundo es muy desigual en lo que respecta a ingresos y riqueza, las disparidades en la expectativa de vida están disminuyendo. Podríamos informarla, con toda justicia, de que el mundo posee algunos instrumentos mundiales de salud pública eficaces, que hemos erradicado la viruela, y que tal vez en el transcurso de su vida veamos el fin de la poliomielitis y la malaria. Se le podría decir que esperara tener más de 11 años de escolarización, y que la educación es otro campo en el que existen grandes disparidades a nivel mundial, pero que van en descenso. Podríamos comunicarle también que el mundo que la aguarda valora la igualdad de género más que en cualquiera otra época, por tanto puede esperar un mundo más facilitador que el que experimentaron su madre o su abuela.

Si hemos de darle primeramente las buenas noticias, podemos anunciar de buena fe a esta persona número 7.000 millones que tendrá capacidades que no solo la empoderarán, sino que hubieran suscitado la envidia de emperadores y potentados de siglos anteriores. En lo tocante a información y conocimientos, nuestra recién llegada tendrá un acceso sin precedentes valiéndose de medios como Google Scholar y Wikipedia. La amplitud de la información y los conocimientos disponibles y la facilidad de su acceso a ellos hubieran sido inimaginables para los enciclopedistas y las academias de ciencias de siglos anteriores.

Al propio tiempo, debemos admitir ante ella que existen riesgos críticos. Aunque conocemos los horrores indescriptibles de genocidios anteriores y hemos jurado profusamente no permitir que se repita este crimen total, la triste realidad es que posiblemente nadie acudiría a rescatar a nuestra persona número 7.000 millones si se viera expuesta a un genocidio. Tendríamos que decirle que no solo las potencias militares del mundo dejan de asumir frecuentemente su responsabilidad solemne de proteger, sino que además no han permitido la creación de procedimientos e instituciones que permitan que las personas se incorporen a un ejército de voluntarios de las Naciones Unidas para intervenir en casos de genocidio inminente.

También es preciso que le digamos a esta recién llegada que hemos puesto en marcha durante los últimos 20 años, primero sin quererlo y después con plena conciencia, una cadena de acontecimientos relacionados con el cambio climático que muy pronto pueden ser irreversibles y tener consecuencias catastróficas para el medio ambiente. Según sabemos ahora, los hidrocarburos tienen precios muy bajos que no reflejan el costo real que su consumo impone al medio ambiente y a las generaciones futuras. De hecho, las generaciones futuras han venido subsidiando nuestro bienestar actual y tendrán que vérselas con una factura diferida y acrecentada.
Por último, es necesario decirle que, durante varios decenios del siglo XX, las superpotencias mundiales han jugado con la civilización humana amasando miles de ojivas nucleares, y que en más de una ocasión la humanidad se ha visto extraordinariamente cerca de un holocausto nuclear. Aunque todavía no hemos cumplido el objetivo establecido hace 40 años del desarme nuclear completo, que quedó plasmado en el Tratado sobre la no proliferación de las armas nucleares, hemos reducido el arsenal nuclear activo a una fracción de lo que era.

Preparar un mensaje de bienvenida para nuestro ser humano número 7.000 millones nos da una oportunidad para la introspección y un franco recuento de las responsabilidades implícitas que tenemos para con los demás seres humanos y las generaciones futuras, las cuales constituyen la esencia misma del civismo mundial.

No existe ningún foro ni grupo de ciudadanos privilegiado en el que puedan efectuarse estas deliberaciones. Es necesario que todos busquemos respuestas propias y examinemos nuestras conclusiones con nuestros iguales. Dag Hammarskjöld fue uno de los primeros en iniciar una conversación personal e institucional sobre el contenido adecuado del civismo mundial. Prestó servicios a las Naciones Unidas durante ocho años en calidad de distinguido Secretario General. El tiempo durante el cual ocupó ese cargo fue un período formativo para la Organización y su naciente maquinaria. En el artículo 28 de la Declaración Universal de Derechos Humanos se consagra el derecho de toda persona a que se establezca un orden internacional en el que la dignidad y el valor de cada ser humano y su búsqueda de una libertad cada vez mayor se hagan plenamente efectivos. En cumplimiento de ese audaz objetivo, es necesario que las Naciones Unidas, simultáneamente, representen y transformen el actual sistema internacional; Hammarskjöld realizó una labor magistral de comprensión y promoción de ese objetivo. John F. Kennedy se refirió a él como el más grande estadista del siglo XX; otro distinguido Secretario General y Premio Nobel, Kofi Annan, dijo que muchas veces se había preguntado ¿qué habría hecho Hammarskjöld en mi lugar?.

Hammarskjöld es la única persona laureada con el Premio Nobel de la Paz póstumamente, y su muerte es también emblemática de los desafíos que entraña un civismo mundial. Los seres humanos, falibles y mortales, pueden verse empequeñecidos por los intereses del statu quo y la enormidad de los desafíos mundiales. Pero la respuesta no puede ser de un optimismo ingenuo. Se ha calificado a los idealistas de cínicos que todavía no han sido acallados por la realidad, y hay un alto grado de verdad en esa afirmación. Sin embargo, también se puede aducir que los cínicos son idealistas moderados que ansían ser rescatados de su excesivo pesimismo. La tarea de oscilar entre lo viable y lo ideal nunca ha sido fácil, y sin duda ha desafiado fórmulas prescriptivas inmemoriales. La mejor guía que tenemos son los senderos trazados por hombres como Hammarskjöld. Es imperativo que estudiemos sus rumbos y las dificultades que encontraron, y empecemos a recorrer nuestros propios senderos precursores.
Notas

1 Para un examen detallado de programas de gobernanza mundial actuales, véase Hakan Altinay, "The State of Global Governance: An Audit", YaleGlobal (http://yaleglobal.yale.edu/about/altinay.jsp).

2 Para un análisis amplio del civismo mundial, véase Global Civics: Responsibilities and Rights in an Interdependent World, (Brookings Institution Press, 2011).