Las Naciones Unidas han recorrido un largo camino desde su creación, hace 70 años, por parte de los Estados soberanos para resolver controversias interestatales. Sus enormes esfuerzos en materia de mantenimiento de la paz, ayuda humanitaria y establecimiento de normas internacionales me obligan a preguntarme qué hubiéramos hecho sin la Organización. Como todos, reconozco la magnitud de la crisis que las Naciones Unidas y, de hecho, el mundo en general, enfrentan hoy en día. Primero, empero, deseo centrarme en algunos de los numerosos logros que considero impresionantes.

A lo largo de los oscuros días del apartheid en mi país natal, Sudáfrica, tuve la firme convicción de que era necesario contar con la orientación de un sistema de valores universalmente reconocidos acerca de lo que es correcto y justo. Las Naciones Unidas nos brindan ese estándar de valores y normas, junto con los instrumentos para llevarlos a la práctica. De manera rotunda, ha pasado de ser un sistema de derecho internacional tradicional centrado en los Estados y basado en la preeminencia de la soberanía estatal, a una institución fundada en normas. Sus objetivos son claros: al tiempo que respeta la libertad de los Estados soberanos, se dedica a proteger y promover la paz, la seguridad, el desarrollo, el estado de derecho y los derechos humanos para todas las personas del mundo.

El derecho internacional desempeña un papel cada vez más importante en la elaboración de las políticas públicas, así como la legislación nacional, para promover la protección de los derechos humanos. Se ha observado además un marcado crecimiento en el derecho penal internacional, con su énfasis en la responsabilidad penal de las personas. Los avances en materia de justicia penal internacional permanecieron latentes durante medio siglo tras los Tribunales de Nuremberg y de Tokio de 1945. Sin embargo, el escenario ha cambiado de modo vertiginoso en los últimos 20 años. El establecimiento del Tribunal Penal Internacional de las Naciones Unidas para la ex-Yugoslavia (TPIY) en 1993 y del Tribunal Penal Internacional de las Naciones Unidas para Rwanda (TPIR) en 1994, fue seguido de tribunales internacionales especiales en Timor Oriental, Kosovo, Sierra Leona y Camboya, y los tribunales para el Iraq y el Líbano. Con la aprobación del Estatuto de Roma en 1998, se creó la Corte Penal Internacional, la primera corte penal internacional permanente del mundo.

Sin embargo, la idea de formular normas universales de derechos humanos es relativamente nueva. Y además, este uso por parte de la comunidad internacional del poder judicial fundado en el castigo para disuadir violaciones graves de los derechos humanos es un avance aún más reciente. Como afirmaran los testigos en los juicios por genocidio del TPIR, en los que me desempeñé como magistrada, “Hemos anhelado este día, para ver que se haga justicia”. El establecimiento de un sistema de justicia penal internacional fue un verdadero hito para las Naciones Unidas.

El derecho internacional fija normas claras de igualdad, protección contra la discriminación y dignidad humana para todas las personas. La Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas es el marco fundacional para los derechos humanos, y hoy en día todos los países del mundo se adhieren a sus principios. La mayoría de las constituciones y legislaciones nacionales los consagran, y estos han sido fortalecidos a lo largo de 70 años de férrea actividad de las Naciones Unidas, que comprendió la aprobación de convenciones, tratados, resoluciones y declaraciones.

De acuerdo con los principios fundamentales del derecho internacional humanitario y el derecho internacional de los derechos humanos, los Estados aceptan que son ellos los principales responsables de proteger los derechos humanos —civiles, políticos, económicos, sociales y culturales— de sus pueblos y de atender su demanda de vivir libres de temor y necesidad.

Al mismo tiempo, las Naciones Unidas se adhieren al principio de que cuando los Estados necesitan ayuda para cumplir con su cometido de proteger a sus propios pueblos, la comunidad internacional debe prestar asistencia. Esto resulta crucial en los casos en que los Estados se enfrentan a grupos armados que cometen atrocidades contra las personas, y cuando un país es asolado por desastres naturales o carece de los recursos básicos necesarios para prestar servicios.

El derecho internacional también establece con claridad que cuando un Estado deja en forma manifiesta de proteger a su población contra violaciones masivas de los derechos humanos, la comunidad internacional debe intervenir para ampararla, utilizando los medios establecidos y circunscritos por la Carta de las Naciones Unidas.

Desafortunadamente, la soberanía estatal suele invocarse para neutralizar las medidas de las Naciones Unidas destinadas a prevenir violaciones graves de los derechos humanos. Y los propios gobiernos, por sus acciones u omisiones, a menudo son culpables de tolerar abusos.

Es una amarga paradoja que, al celebrar 70 años de logros de las Naciones Unidas, la Organización haga frente a sus mayores desafíos de los últimos tiempos. El conflicto en Siria ha entrado en su quinto año, desplegando sus tentáculos a través de las fronteras hacia el Iraq, provocando la pérdida de más de 200.000 vidas y desplazando a millones de sirios ahora hacinados en refugios de las Naciones Unidas y en diversas instalaciones temporarias.

Las atrocidades perpetradas por el grupo rebelde Estado Islámico del Iraq y el Levante (EIIL) conmocionan especialmente nuestra conciencia colectiva. Miles de hombres, mujeres y niños han sido ejecutados o reclutados por la fuerza, niñas han sido vendidas como esclavas sexuales y mujeres, violadas. Al imponer su propia forma extrema del islam, no ofrecen ninguna opción a sus cautivos más que la conversión o el sacrificio. Mediante el uso de sofisticada tecnología moderna de la era digital, el EIIL ha logrado reclutar a jóvenes combatientes de todo el mundo de una manera absolutamente insidiosa. El Gobierno del Iraq, incapaz de contener este conflicto masivo, enfrentado por insurgentes sirios y extranjeros, ha solicitado asistencia a las Naciones Unidas para proteger a su pueblo.

Otros conflictos complejos y potencialmente muy eruptivos se desarrollan en el Afganistán, Libia, Malí, la República Centroafricana, la República Democrática del Congo, Somalia, Sudán, Sudán del Sur, el Territorio Palestino Ocupado, Ucrania y el Yemen. Estas crisis ponen de relieve el costo total del fracaso de la comunidad internacional para prevenir el conflicto. Combinan el derramamiento de sangre y la devastación de infraestructura masivos con fenómenos transnacionales profundamente desestabilizadores, tales como el terrorismo, la proliferación de armas, la delincuencia organizada y la expoliación de recursos naturales.

Ninguna de estas crisis estalló sin aviso. Se gestaron durante años de abusos contra los derechos humanos; gobiernos deficientes o corruptos y falta de instituciones independientes en los ámbitos judicial y de cumplimiento de la ley; discriminación y exclusión; desigualdades en el desarrollo; explotación y negación de derechos económicos y sociales; y represión de la sociedad civil y las libertades públicas.

Los sistemas de detección temprana, tales como los entonces 51 expertos en procedimientos especiales (55 en la actualidad) del Consejo de Derechos Humanos, y un examen sistemático por parte de los órganos creados en virtud de tratados nos alertaron una y otra vez acerca de estas deficiencias. En consecuencia, pese a que los detalles específicos de cada conflicto no pudieran necesariamente predecirse, se conocían muchas de las denuncias de violaciones de los derechos humanos que ocupaban el centro de una confrontación. Estas podrían y deberían haberse abordado.

Este era, en primer lugar, el deber de los respectivos Estados. Sin embargo, cuando los gobiernos no pueden o no quieren proteger a sus ciudadanos, los pueblos dirigen la mirada hacia las Naciones Unidas, a través de los diversos órganos de su sistema, pero específicamente a través del Consejo de Seguridad, para que intervenga, invocando el derecho internacional y desplegando la gama de buenos oficios, apoyo, incentivos y coerción que tiene a su disposición para desactivar los factores desencadenantes de un conflicto.

Los Estados soberanos establecieron el marco internacional de los derechos humanos precisamente porque eran conscientes de que las violaciones de los derechos humanos causan conflictos, y esto socava la soberanía. La pronta adopción de medidas para abordar las inquietudes relativas a los derechos humanos protege a los Estados, al impedir la amenaza de violencia devastadora y el desplazamiento forzado. El reconocimiento de esta verdad urgente, y una concepción más amplia del interés nacional, serían más apropiados para un siglo en el que la humanidad entera enfrenta un número creciente de desafíos.

En agosto de 2014, cuando, en mi carácter de Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, me dirigí al Consejo de Seguridad, manifesté esta opinión y señalé que el uso del veto para impedir medidas destinadas a prevenir o solucionar conflictos es una táctica a corto plazo y, en última instancia, contraproducente. El interés colectivo, definido claramente por la Carta de las Naciones Unidas, redunda en el interés nacional de cada país.

Los derechos humanos cumplen siempre un rol central en la prevención de conflictos. Los patrones de las violaciones, como la violencia sexual, brindan alertas tempranas sobre la escalada; esta verdad nunca ha sido tan clara como hoy en día. No obstante, la agenda de los derechos humanos también constituye una guía detallada sobre las formas de resolver controversias. Los años de experiencia práctica de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH), a través de su presencia en más de

58 países y gracias a los componentes de derechos humanos de las misiones de mantenimiento de la paz, generan una serie de buenas prácticas que abordan tanto los factores desencadenantes inmediatos de un conflicto como sus causas fundamentales.

Estas prácticas incluyen fortalecer a los actores de la sociedad civil, aumentar la participación de la mujer en la adopción de decisiones y el diálogo, y abordar la responsabilidad institucional e individual por violaciones graves de los derechos humanos y delitos cometidos en el pasado.

Si bien resulta desalentador que los conflictos sean incesantes en un reducido número de Estados, una cantidad cada vez mayor de países realiza no obstante esfuerzos serios para aplicar la agenda de las Naciones Unidas destinada a promover los derechos humanos. El mérito por esa labor corresponde a los innumerables activistas valientes y comprometidos de la sociedad civil, periodistas, defensores de los derechos humanos, abogados y personal del gobierno, quienes, a lo largo de decenios, han logrado paulatinamente arraigar con firmeza las normas internacionales de derechos humanos en sus sociedades. Resulta vital otorgar a la sociedad civil un espacio democrático más amplio dentro de los foros internacionales, así como dentro de cada país.

El interés del Consejo de Seguridad en los derechos humanos aumentó de manera marcada durante mi mandato como Alta Comisionada, con un creciente reconocimiento de que no puede aspirar a salvaguardar la paz, la seguridad y el desarrollo a menos que se mantenga informado sobre el respectivo contexto de los derechos humanos. No obstante, pese a los reiterados informes respecto de la proliferación de violaciones en múltiples crisis, emitidos por el ACNUDH y otros órganos de las Naciones Unidas, y a pesar del llamado a la acción colectiva por parte del Secretario General, no siempre ha habido una decisión firme y fundada en principios por parte de los miembros del Consejo de Seguridad de poner fin a los conflictos. Consideraciones geopolíticas e intereses nacionales a corto plazo, claramente definidos, han prevalecido de manera reiterada sobre el sufrimiento humano intolerable, y sobre las graves violaciones y las amenazas a largo plazo de que han sido objeto la paz y la seguridad internacionales.

En mi discurso ante el Consejo de Seguridad sobre la prevención de conflictos, sugerí que el Consejo adoptara una serie de enfoques innovadores para prevenir amenazas a la paz y seguridad internacionales. El plan de acción “Los Derechos Humanos Primero” constituye una importante iniciativa para la labor inmediata y colectiva desempeñada por todos los organismos de las Naciones Unidas a fin de proteger los derechos humanos en situaciones de crisis. Se trata de un avance positivo, que surge de la falta de protección de los derechos humanos en Rwanda y Sri Lanka por parte de las Naciones Unidas. En el futuro, espero que brinde al Secretario General los medios para ser aún más proactivos al alertar sobre crisis potenciales, incluso en situaciones que no se encuentren formalmente previstas en la agenda del Consejo de Seguridad.

Si bien las Naciones Unidas tienen el mérito de haber creado un impresionante cuerpo normativo, la realidad es que su aplicación sobre el terreno es dolorosamente insuficiente. Debo rendir homenaje al profundo compromiso del personal de las Naciones Unidas, que trabaja de manera incansable, en cooperación con los Estados y los actores de la sociedad civil, para llevar el cambio a la práctica. Pese a que su labor no es tan glamorosa como para atraer la atención de los medios de comunicación, representa una dilatada serie de pequeños pasos hacia un beneficio a largo plazo, esto es, la construcción de sociedades estables.

Las Naciones Unidas han logrado además importantes progresos en cuanto a la sensibilización sobre los derechos. Hoy en día, no es posible leer un periódico o un blog o sintonizar un canal sin oír hablar sobre los derechos humanos. Junto con la redoblada visibilidad y el activismo de las organizaciones de la sociedad civil, este es uno de los avances más destacados de los últimos 20 años. Pese a ciertos retrocesos, las personas y los grupos se sienten empoderados para exigir un mayor grado de igualdad, participación, responsabilidad y libertad.

En los próximos 70 años, es mi profundo deseo que los Estados reconozcan que el respeto por los derechos humanos y por la Carta de las Naciones Unidas confiere legitimidad a los dirigentes. Confío también en que quienes ignoren este imperativo sean, tarde o temprano, obligados a rendir cuentas.