27 junio 2013

Al comienzo, la epidemia del SIDA atacó como un ladrón en la noche, de manera súbita, aterradora y letal. Primeramente ocurrieron algunos casos de rara malignidad como el sarcoma de Kaposi, apareció la neumonía por Pneumocystis carinii, y por último surgió una plétora de infecciones oportunistas incluidas la candidiasis sistémica, la meningitis criptococósica y la infección por Mycobacterium avium intracelular, todas ellas dolencias de carácter raro asociadas a este nuevo espectro misterioso, desconocido y anónimo.

Los médicos especialistas en enfermedades infecciosas habían venido pronosticando que la humanidad vencería por completo a todas las enfermedades de este género y que al final del siglo XX las antiguas plagas habrían sido eliminadas. A solo una generación del descubrimiento de la penicilina por Alexander Fleming, la comunidad científica logró crear antibióticos y medicamentos antivirales para tratar la mayor parte de los agentes infecciosos conocidos en el mundo. Entonces, inesperadamente, surge en África una nueva enfermedad infecciosa hasta entonces desconocida y mortal. La sociedad acababa de experimentar y vencer la enfermedad del legionario y el síndrome del choque tóxico, y la mayoría de nosotros consideramos que la identificación y la eliminación de este nuevo flagelo serían rápidas y concluyentes. Nadie previó que 30 años más tarde aún estaríamos luchando contra uno de los agentes infecciosos más letales que haya conocido la humanidad.

Como ocurre con toda epidemia, esta transitó por las cuatro etapas fundamentales de respuesta de la sociedad:

En primer lugar, como siempre, hubo negación. Algunos países, como Sudáfrica, negaron incluso que existiera el SIDA. En la mayor parte de los países, entre ellos la Arabia Saudita y el Japón, pensaron que era algo que sucedía a otros y no les ocurriría a ellos. Pero, desde luego, al igual que todas las epidemias, también les ocurrió a ellos.

Seguidamente vino la atribución de la culpa: los culpables de la enfermedad eran los hombres gay; la culpable era la promiscuidad; era un castigo de Dios por incurrir en conducta inmoral. Algunas personas creyeron que nunca les ocurriría a ellos porque no tenían a "esa clase de personas" en su círculo social. Para su sorpresa, sí tenían a esa clase de personas alrededor y sí les ocurrió a ellos.

A toda nueva epidemia sigue una legislación inapropiada. Por ser uno de los países que sufrió los primeros y más fuertes impactos de la epidemia, los Estados Unidos promulgaron leyes por las que se prohibió la entrada al país de toda persona seropositiva, un caso clásico de cierre del corral después que ha escapado el caballo. El Senador de los Estados Unidos Jesse Helms propugnó una ley que prohibía que científicos estadounidenses pagados por el Gobierno de los Estados Unidos asistieran a reuniones dedicadas a comprender y tratar la enfermedad.

Y por último, como ocurre con todas las epidemias, la sociedad perdió la fe en sus instituciones. De súbito el pueblo estadounidense descubrió que la Administración de Alimentos y Medicamentos no estaba cumpliendo su cometido de llevar medicamentos capaces de salvar la vida a quienes tenían una necesidad crítica de ellos.

Instituciones creadas para enfrentar precisamente este tipo de catástrofe se vieron obstaculizadas por la burocracia, la ignorancia y el temor. Se suponía que los centros de control y prevención de enfermedades identificaran toda nueva enfermedad y tomaran medidas inmediatas para impedir la propagación de un nuevo riesgo para la sociedad. Esos esfuerzos se vieron totalmente paralizados por el Gobierno de Reagan, que trató esta enfermedad como un problema penal y no médico. Se suponía que los Institutos Nacionales de Salud destinaran fondos a la búsqueda de nuevos tratamientos para las enfermedades emergentes: fue preciso que investigaciones del congreso propugnaran esa idea durante años para recordarles su mandato. Los bancos de sangre de los Estados Unidos disponían de médicos a los que se contrataba en gran número para proteger las existencias de plasma de la nación. En cambio, esos médicos de los bancos de sangre cerraron filas y durante cuatro años se negaron a que "esa clase de personas" visitara los bancos siquiera para donar sangre. En consecuencia, 28.000 estadounidenses fueron infectados por el VIH mediante transfusiones, y un número incalculable de hemofílicos extranjeros murieron a causa de la exportación de hemoderivados estadounidenses.

Después de transcurridos 30 años tenemos tratamientos para el VIH, pero todavía hay en los Estados Unidos 56.000 nuevas infecciones por año. Los programas de educación y prevención no han experimentado cambio alguno desde principios del decenio de 1980, y son deplorablemente inadecuados. El Congreso de los Estados Unidos ha prometido reducir la financiación incluso de los escasos programas de educación existentes. El hecho de que cada año el 27% de las nuevas infecciones por el VIH ocurran en mujeres presagia una epidemia heterosexual que recién comienza.

Para detener la epidemia del SIDA en los Estados Unidos es necesario que reconozcamos que toda la sociedad está en riesgo y tomemos las medidas apropiadas para detener la propagación de esta enfermedad letal. Todo el que entra en contacto con el sistema de atención de la salud debería ser examinado para detectar la posible presencia del VIH y otras enfermedades de transmisión sexual que pueden ser fatales. Cuando el examen arroje que una persona es seropositiva, se le debe educar y se le deben ofrecer los medicamentos necesarios para preservar la vida, lo que desde el punto de vista de la sociedad tiene el beneficio adicional de reducir la transmisión de la enfermedad y, en última instancia, eliminar las infecciones del medio social. Por último, las autoridades de salud pública deberían hacer el seguimiento de aquellas personas que se conoce que son seropositivas y no toman medicamentos antirretrovirales, a fin de educarlas y persuadirlas de la necesidad de protegerse y proteger sus contactos íntimos.

¿Existe alguna lección en esta sórdida historia? Sí. La lección es que el activismo social y político de las personas que ven la amenaza claramente es esencial para movilizar a los gobiernos locales y regionales hacia una respuesta. Los gobiernos son necesarios, en realidad son indispensables, y sin embargo siempre están frenados por la tradición. Adolecen del criterio de que la forma en que siempre hemos hecho las cosas es la forma en que siempre las debemos hacer en el futuro. La historia nos ha enseñado una y otra vez que este enfoque nos ha de llevar al desastre, y que solo cambiará si personas de pensamiento claro y progresista se ponen de pie y hablan. ¿Cuántos hombres murieron en la primera guerra mundial porque los generales se negaban a reconocer que la guerra había cambiado? ¿Cuántos civiles han muerto en el Iraq y el Afganistán porque los militares no reconocieron que los bombardeos en gran escala sobre una región y los asesinatos de mujeres y niños no sirven para ganar una guerra de guerrillas? ¿Por qué murieron personas a causa de sangre contaminada con el VIH? Porque los bancos de sangre estaban seguros de que sus procedimientos estaban a prueba de errores y eran inmutables. Nunca ganaremos la guerra contra el VIH/SIDA empleando los mismos instrumentos gastados que nos hicieron fracasar en el pasado. Debemos erguirnos, hablar y exigir la acción compasiva del Gobierno.

 

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