4 de noviembre de 2023

Los tsunamis son un fenómeno poco frecuente, pero cuando se producen son mortales: han acabado con la vida de más de 250.000 personas entre 1998 y 2017. El mayor saldo de muertes durante este período lo dejó en 2004 el tsunami del océano Índico, que segó la vida de más de 227.000 personas en 14 países. En 2011, a consecuencia del Gran Terremoto del Este del Japón y el consiguiente tsunami murieron o desaparecieron más de 22.000 personas.

Los tsunamis no afectan a todo el mundo con la misma intensidad: los pobres y los que sufren exclusión social son quienes más padecen sus efectos. Durante el tsunami de 2011 en el Japón, los ancianos y las personas con discapacidad se mostraron especialmente vulnerables. En 2004, en Sri Lanka e Indonesia fueron las mujeres quienes se vieron desproporcionadamente afectadas.

Con el calentamiento global se producen tormentas y ciclones más frecuentes e intensos, se derriten los glaciares y casquetes polares y se eleva el nivel del mar. Actualmente, más de 700 millones de personas viven en zonas costeras y en pequeños países insulares en desarrollo, expuestas a fenómenos marítimos extremos, como los tsunamis, pero también riadas, corrimientos de tierras y otros riesgos relacionados con el agua.

La mitad de los países del mundo carecen de sistemas de alerta temprana adecuados, con los que se podrían salvar muchas vidas. A medida que aumentan los riesgos para las vidas humanas, también debería aumentar nuestra preparación. Las Naciones Unidas desempeñan un papel fundamental de apoyo a los países en la gestión del riesgo de desastres y la preparación para estos, y también en la respuesta humanitaria cuando se produce un desastre natural.

En este Día Mundial de Concienciación sobre los Tsunamis vamos a analizar la relación entre la desigualdad, los tsunamis y el cambio climático y vamos a discutir la forma de fomentar la resiliencia en las comunidades de todo el mundo.

El impacto desigual de los tsunamis

La desigualdad se manifiesta con mayor crudeza en tiempos de catástrofe. Ante cualquier desastre natural o conflicto, las personas vulnerables son propensas a sufrir especialmente, y los tsunamis no son una excepción.

En el Japón, tras el terremoto de 2011, casi el 25 por ciento de los muertos por enfermedad o estrés padecían discapacidades, a pesar de que solo el 7 por ciento de la población eran personas con discapacidad.

También los ancianos se mostraron vulnerables. Las autoridades observaron que el 66,1 por ciento de las víctimas del terremoto y el tsunami en las tres prefecturas más afectadas superaban los 60 años de edad, un porcentaje mayor que su cuota demográfica. Su reducida movilidad y menor fuerza física pudieron demorar su evacuación.

Respecto a las diferencias de género, en el caso del Japón las encuestas realizadas en los hogares demostraron que los hombres sufrieron una tasa de mortalidad mayor que la de las mujeres, especialmente entre los de más edad. Esto podría atribuirse a sus trabajos (los bomberos voluntarios y los miembros de protección civil que emiten alertas, por ejemplo, suelen estar expuestos a mayor riesgo) o a su comportamiento, como la participación en tareas de rescate.

En cambio, en Sri Lanka e Indonesia se comprobó que fallecieron hasta cuatro veces más mujeres que hombres con el tsunami de 2004. Esto pudo deberse a que las mujeres se quedaron cuidando de sus hijos u otros parientes, o a que no supieran nadar ni trepar a los árboles, lo que les impidió escapar.

La ausencia de un método mundialmente concertado para estudiar la mortalidad de los tsunamis, junto al pequeño tamaño de las muestras utilizadas en pasadas encuestas, son algunas de las dificultades que impiden determinar los factores de riesgo y las características de vulnerabilidad ante los tsunamis. Los desastres sufridos en el Japón y en Sri Lanka e Indonesia evidencian la necesidad de garantizar que en todas las fases de la preparación y respuesta ante desastres se tengan en cuenta las diversas necesidades de las personas vulnerables.

Crisis climática y vulnerabilidad

Las poblaciones más vulnerables del mundo son las más fuertemente golpeadas por el cambio climático. Quienes vivan en países frágiles que atraviesan momentos de conflicto e inestabilidad política tendrán menos medios para afrontar los fenómenos atmosféricos extremos. El cambio climático afecta a la seguridad alimentaria, debido al incremento de las temperaturas, a la alteración del régimen de precipitaciones y a la mayor frecuencia de los fenómenos extremos.

En medio de una crisis mundial de seguridad alimentaria sin precedentes, el Informe Mundial sobre Crisis Alimentarias de 2023, emitido por la Red de Información sobre Seguridad Alimentaria y la Red Mundial contra Crisis Alimentarias, calcula que más de 250 millones de personas padecen grave desnutrición. Fenómenos atmosféricos extremos, como sequías sucesivas y recurrentes en el Cuerno de África, unidos a drásticos repuntes en los precios de los alimentos, han derivado en niveles alarmantes de inanición infantil en numerosos países.

Para combatir esta espiral descendente, los países y las comunidades deben desarrollar sistemas capaces de prevenir y gestionar mejor el riesgo, lo cual implica invertir en infraestructuras resilientes y sistemas de alerta temprana y mejorar las oportunidades sociales y económicas para reducir las vulnerabilidades subyacentes.

Edificio en ruinas, volcado sobre un costado, en el puerto de Onagawa, en las proximidades de Ishinomaki (Japón), considerado el centro del tsunami que azotó el país en 2011. Foto: OCHA/Masaki Watabe

Sistemas de alarma temprana

La utilización de sistemas de alarma temprana ante desastres es uno de los métodos más eficientes y acreditados para reducir las muertes y las pérdidas en caso de desastre. La inversión en tales sistemas y en la preparación ha salvado miles de vidas y ha ahorrado cientos de miles de millones de dólares en daños.

Entre los países hay grandes diferencias en cuanto a los sistemas de alarma temprana. La mitad de los países del mundo carecen de sistemas adecuados, y son menos aún los que han adoptado una legislación que vincule dichos sistemas con la preparación y la respuesta. En marzo de 2022, el Secretario General de las Naciones Unidas emprendió la iniciativa Alertas Tempranas para Todos, que requiere 3.100 millones de dólares para que en 2027 estén cubiertos cada uno de los habitantes de la Tierra.

Los sistemas de alarma temprana deben centrarse en las personas: solo son efectivos si las comunidades están bien informadas de los riesgos y saben cómo deben actuar en situaciones de emergencia. Esto implica garantizar que todos tengan igual acceso a la información y dispongan de rutas y centros de evacuación preestablecidos. Los planes deben tener en cuenta las diferentes necesidades de las personas vulnerables, a fin de evitar que alguien se quede atrás.

Durante los tsunamis es fundamental emitir alertas precisas en el momento oportuno, para iniciar la evacuación a lugares más elevados. El sistema de alarma temprana del Japón es considerado el más avanzado del mundo en amplitud y distribución. Implantado en 2007, el sistema nacional de alarma temprana ante terremotos detecta los temblores, calcula el epicentro del seísmo y emite alertas desde sus sismógrafos por todo el país.

El sistema existente en el Japón ha evolucionado significativamente a lo largo de las décadas, partiendo de las lecciones aprendidas en anteriores casos de terremoto y tsunami. En consecuencia, el tiempo necesario para emitir una alerta se ha reducido desde los 19 minutos en 1983 hasta 7 minutos en 1993 y 3 minutos en 2011, durante el terremoto y tsunami en la región de Tohoku.

Sin embargo, en 2011 las primeras alertas de tsunami se basaron en una magnitud sísmica estimada en 7,9 en la escala Richter, que predice olas de entre 3 y 6 metros. Los rompeolas protegen a la población frente a tsunamis de esta magnitud, y mucha gente pensó que no era necesaria la evacuación. Entonces, se interrumpió el suministro eléctrico y quedaron suspendidas las comunicaciones en las áreas afectadas por el tsunami.

Veintiocho minutos después del primer temblor se emitieron alertas revisadas de olas de más de 10 metros. Finalmente, tsunamis de entre 15 y 30 metros barrieron poblaciones enteras. Al día siguiente, la magnitud del terremoto se corrigió a 8,8 en la escala Richter, y a 9,0 dos días más tarde, superando cualquier cálculo previo de los sismólogos.

Más de 22.000 personas murieron o desaparecieron en las tres prefecturas más afectadas del Japón. Además, el desastre fue el más costoso de la historia mundial, con daños por un monto de 235.000 millones de dólares.

Hacia un futuro resiliente

La intensidad y creciente frecuencia de los fenómenos atmosféricos extremos evidencian la urgente necesidad de establecer sistemas de alarma temprana para todos. Sin embargo, esto no será suficiente, y es indispensable que todos los países gestionen mejor el riesgo, especialmente para las comunidades vulnerables que serán probablemente las más afectadas.

La reducción del riesgo de futuras catástrofes es esencial para desarrollar la resiliencia y alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030, los objetivos del Acuerdo de París y el Marco de Sendai para la Reducción del Riesgo de Desastres 2015–2030.

El Secretario General advirtió este año de que los ODS estaban “desapareciendo del retrovisor” y de la urgente necesidad de unos “puntos de referencia claros para combatir la pobreza y la exclusión y para avanzar en la igualdad de género”. Están en peligro los avances de desarrollo que tanto ha costado conseguir, mientras las actuales crisis absorben la atención y los recursos de la comunidad internacional.

Afrontar los déficits de resiliencia requerirá, como nunca antes, inversiones y la adaptación de los sectores público y privado, especialmente para los países vulnerables. Es necesaria una mayor actuación ya. La reducción de riesgos de desastres, que radica en el nexo de desarrollo, respuesta humanitaria y cambio climático, reforzará la resiliencia en cada ámbito, salvando vidas y, en último término, forjando un desarrollo sostenible.

 

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