Cuando después de la Segunda Guerra Mundial se dieron a conocer las atrocidades de la Alemania nazi, el consenso alcanzado por la comunidad mundial fue que la Carta de las Naciones Unidas no definía con la precisión necesaria los derechos en ella recogidos, y que estos derechos debían especificarse y consagrarse en un nuevo cuerpo de derecho internacional. Las Naciones Unidas estaban decididas a garantizar que los terribles crímenes cometidos en la Segunda Guerra Mundial no volvieran a producirse nunca. Fue con el objetivo de cumplir este compromiso por lo que, el 9 de diciembre de 1948, un día antes de que se aprobara la Declaración Universal de Derechos Humanos, la Asamblea General aprobó la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. La aprobación de esta Convención estuvo llena de simbolismo, y reafirmó la gravedad de este delito. Pero también fue más allá. Demostró el deseo de la comunidad internacional de garantizar tanto la prevención del genocidio como el castigo de sus perpetradores en aquellos casos en los que no fuera posible evitarlo. La Convención definió “genocidio” como todo acto perpetrado “con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”.

No fue hasta principios de los años noventa, más de 40 años después de su aprobación, cuando se aplicó por primera vez la Convención contra el Genocidio durante los procesos judiciales iniciados tras los conflictos de Rwanda y los Balcanes. Su aplicación en estos contextos fue importante, principalmente debido a que reafirmaba el deber inherente de los Estados de responsabilizar a los autores del crimen de genocidio, así como de otros crímenes cometidos durante conflictos armados. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas creó el Tribunal Penal Internacional para Rwanda y el Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia, para lo que utilizó los poderes que le concede el Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas para establecer estos órganos judiciales.

Han pasado más de 20 años desde el genocidio de Rwanda y no hay ningún recuerdo que genere tanto horror y repulsión como la matanza sistemática y generalizada de aproximadamente 1 millón de hombres, mujeres y niños, que durante esos fatídicos 100 días de la primavera de 1994 se convirtieron en víctimas debido a su origen étnico y a sus afiliaciones políticas. El genocidio de Rwanda fue una prueba trágica de la facilidad con la que podían avivarse las llamas de la violencia y de la importancia fundamental de que la comunidad internacional tome medidas oportunas y decisivas para salvar vidas humanas.

Después de que la comunidad internacional no interviniera para evitar los genocidios de Rwanda y Srebrenica, el ex Secretario General Kofi Annan planteó la siguiente pregunta: “¿Cuándo debe intervenir la comunidad internacional para proteger a las poblaciones?”.

Las investigaciones sobre esta pasividad revelaron una serie de deficiencias en materia de información y comunicación existentes dentro de la Organización, así como la ausencia de voluntad política por parte de los Estados Miembros. El 7 de abril de 2004, Kofi Annan anunció la puesta en marcha de un plan de acción para evitar el genocidio. En el acto de presentación, declaró que el legado que más deseaba dejar a sus sucesores era una Organización mejor capacitada para evitar el genocidio y preparada para tomar medidas decisivas para frenarlo cuando no funcione la prevención.

El Plan de Acción requería el nombramiento de un Asesor Especial sobre la Prevención del Genocidio, cuyas responsabilidades eran:

  • Reunir la información que exista, en particular de fuentes del propio sistema de las Naciones Unidas, sobre infracciones graves y masivas de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario que tengan origen étnico o racial y que, de no ser prevenidas o detenidas, podrían culminar en genocidio;
  • Servir de mecanismo de alerta temprana al Secretario General y, por su conducto, al Consejo de Seguridad, al señalar a su atención situaciones que podrían culminar en genocidio;
  • Hacer recomendaciones al Consejo de Seguridad, por conducto del Secretario General, sobre medidas para prevenir o detener el genocidio;
  • Hacer de enlace con el sistema de las Naciones Unidas respecto de actividades para prevenir el genocidio y tratar de aumentar la capacidad de las Naciones Unidas para analizar y manejar información relativa al genocidio o a crímenes conexos.

La función del Asesor Especial sobre la Prevención del Genocidio no consiste en determinar si se ha producido un genocidio. Esta labor corresponde a los tribunales de la jurisdicción de que se trate. La función del Asesor Especial está orientada al futuro: dar señales de alarma y asesorar al Secretario General en caso de riesgo inminente de genocidio, así como proponer las medidas que deberían adoptar el Secretario General y el sistema de las Naciones Unidas para evitar que el riesgo siga creciendo.

Kofi Annan señaló en una ocasión que, si realmente queremos evitar o frenar el genocidio en el futuro, no debemos dejar que nos detengan los argumentos jurídicos sobre si una atrocidad concreta se ajusta o no a la definición de genocidio, puesto que, para cuando estemos seguros, tal vez ya sea demasiado tarde para actuar. También afirmó que debemos reconocer las señales de la inminencia o la posibilidad del genocidio, de modo que podamos intervenir a tiempo para evitarlo.

El genocidio no es un accidente, ni tampoco es inevitable. El genocidio es un proceso que evoluciona con el paso del tiempo. Para ejercer una violencia que pueda calificarse como genocidio, sus autores necesitan tiempo para desarrollar la capacidad adecuada, movilizar recursos y tomar medidas concretas que les ayuden a lograr el objetivo. Existen numerosas señales de alarma en el período previo al genocidio, así como un gran número de oportunidades para tomar medidas que lo eviten. Es nuestra pasividad, nuestra falta de eficacia al responder a las señales de alarma, lo que permite que el genocidio se convierta en una realidad.

Existe una gran cantidad de estudios sobre casos de genocidio que nos indican cuáles son las señales de alarma. La Oficina del Asesor Especial sobre la Prevención del Genocidio ha creado un marco de análisis que sirve como guía para evaluar la alerta temprana del riesgo de genocidio, así como de otros crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad (crímenes atroces) en cualquier situación. Después de que el Marco de Análisis para Crímenes Atroces se publicara como documento oficial de las Naciones Unidas, el Secretario General ha instado a los agentes internacionales, regionales y nacionales a que lo utilicen como herramienta de alerta temprana y prevención.

El Marco incluye dos instrumentos analíticos fundamentales para evaluar el riesgo de que se produzcan crímenes atroces: una lista de 14 factores de riesgo de crímenes atroces e indicadores para cada uno de ellos. Entre los 14 factores de riesgo incluidos, los 8 primeros son comunes a todos los crímenes. Además de estos factores comunes, el Marco recoge 6 factores de riesgo adicionales, 2 específicos para cada uno de los tipos de crímenes internacionales.

Entre los factores de riesgo comunes se incluyen las situaciones de conflicto armado y otras formas de inestabilidad; una lista de violaciones graves de derechos humanos, especialmente si dan lugar a patrones de conducta y no se han abordado de manera adecuada; las deficiencias de las estructuras estatales que deben servir para proteger a las poblaciones; y posibles motivos o incentivos que podrían utilizarse para justificar el uso de violencia contra grupos de población concretos. Los factores de riesgo específicos se derivan del hecho de que cada crimen tiene elementos y precursores que no son comunes a estos tres tipos de delitos. Por ejemplo, uno de los elementos específicos del crimen de genocidio es el intento de destruir, total o parcialmente, un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Los indicios de que se están realizando este tipo de intentos reflejan un riesgo de genocidio más elevado.

Uno de los factores de riesgo más importantes asociados al genocidio es un historial de discriminación basada en la identidad, esto es, discriminación de individuos o grupos debido a su identidad religiosa, étnica, racial o nacional. La discriminación puede adoptar muchas formas. Es posible que los Estados requieran la identificación obligatoria de los miembros de uno o varios grupos concretos. Puede que estos grupos sean objeto de discriminación al acceder a recursos u oportunidades, o víctimas de exclusión en los procesos de adopción de decisiones, en el empleo en las instituciones estatales o en profesiones clave. Es posible que el Estado aplique impuestos o sanciones a uno o varios grupos concretos, que requiera la autorización para realizar actividades sociales como el matrimonio o que imponga un control de la natalidad obligatorio. La justificación pública de cualquier tipo de prácticas discriminatorias siempre es motivo de preocupación, al igual que la promoción y la tolerancia del discurso de odio contra uno o varios grupos. Con frecuencia, las prácticas discriminatorias van acompañadas de violencia. La detención arbitraria, las desapariciones forzadas, la tortura y los asesinatos, tanto si sus objetivos son los miembros específicos de un grupo como si se realizan de manera indiscriminada contra el grupo en su totalidad, constituyen violaciones de los derechos humanos que se han utilizado para aplicar y mantener prácticas de discriminación. Si la discriminación no afecta a todo un grupo, es poco probable que incluso las injusticias más arraigadas den lugar a patrones de miedo, enemistad y abusos que provoquen un genocidio.

Por consiguiente, para evitar el genocidio debemos luchar contra la discriminación y los prejuicios en todas sus formas, así como contra la propagación del odio y la hostilidad por motivos de origen étnico, religión o cualquier otra forma de identidad. Durante los últimos años, hemos sido testigos de un brote inquietante de odio, hostilidad e intolerancia por motivos de identidad en todo el mundo: en campañas electorales, como respuesta a la huida de refugiados y migrantes hacia Europa, en respuesta a los ataques terroristas de extremistas violentos y en otras muchas situaciones. La historia nos ha enseñado que la manipulación de las preocupaciones de los individuos para fines políticos es imprudente y peligrosa. Esto se aplica tanto a las sociedades en paz como a las sociedades en guerra.

En algunas de las situaciones más graves, en las que los conflictos armados han conllevado la destrucción de las sociedades, como en el caso de la República Centroafricana, el Iraq y la República Árabe Siria, los individuos y los grupos se han visto atacados simplemente debido a sus creencias religiosas. La religión sigue empleándose como motivo para justificar una crueldad y unas atrocidades inhumanas. Digo “empleándose como motivo”, pero lo que quiero decir realmente es “empleándose como excusa”. La religión está siendo manipulada por partes con intereses creados que esperan obtener beneficios al avivar la hostilidad y el odio entre personas de diferentes creencias, y que en ocasiones incluso cometen actos que podrían considerarse como crímenes atroces o incitan a que se cometan. Esta violencia, junto con el hecho de que no se responsabilice a sus autores, destroza a las sociedades.

Debemos esforzarnos más por apoyar a los líderes religiosos que levantan su voz, lo que suele suponer un gran riesgo para ellos. Debemos cooperar en mayor medida con los líderes religiosos para que se escuchen sus voces, especialmente los líderes religiosos menos tradicionales y en particular en situaciones en las que las sociedades están divididas por razón de la identidad y existe un elevado nivel de tensión.

Debemos hacer más por construir sociedades resilientes al genocidio y a otros crímenes atroces, y que puedan capear períodos de estrés. Sabemos que, en los lugares en los que se protegen los derechos humanos y se respeta el estado de derecho, donde las personas no son objeto de discriminación ni exclusión por motivos de identidad, incluida su identidad religiosa, es más probable que los individuos coexistan pacíficamente, y esta coexistencia pacífica allana el camino al desarrollo y la prosperidad económicos. Los Estados que demuestran valorar la diversidad y que promueven los beneficios de contar con una sociedad pluralista tienen más posibilidades de ser estables y fuertes. Este principio de respetar la diversidad y las diferencias entre personas, incluidas sus creencias, resulta fundamental para el desarrollo de sociedades estables y pacíficas que puedan superar períodos de dificultad.

Hemos logrado avances importantes desde la aprobación de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio el 9 de diciembre de 1948, pero el mal que quería erradicarse con dicha Convención ha resultado difícil de eliminar. Cambiar esta situación depende de nosotros, de nuestra voluntad, de nuestro compromiso, de nuestras acciones y de nuestra perseverancia.