Las raíces históricas del Consenso de Monterrey sobre la Financiación para el Desarrollo —resultado de la Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo, celebrada en Monterrey (México) del 18 al 22 de marzo de 2002— se remontan a la propia Carta de las Naciones Unidas, que asignó a la Organización un papel fundamental en la promoción del progreso económico y social de todos los pueblos mediante la cooperación internacional, como parte integral de la construcción de un mundo pacífico basado en el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales de todos. En ese camino, a medida que se desarrollaban los procesos de descolonización y globalización, la Conferencia de Monterrey de 2002 tuvo varios precedentes, como el llamamiento de la década de 1970 a un Nuevo Orden Económico Internacional y el Diálogo Norte-Sur de 1981 en la Cumbre de Cancún.
Pero no fue hasta el nacimiento del Proceso de Monterrey, inspirado en este rico legado, que finalmente abrimos un camino viable para que las Naciones Unidas cumplieran su potencial como punta de lanza para una mejor gobernanza económica mundial que apoye plenamente un desarrollo equitativo y sostenible.
El camino de Monterrey
Las condiciones históricas habían madurado para que los delegados que iniciaron el proceso de Monterrey imaginaran y forjaran este nuevo camino. Impulsados por el núcleo de personas comprometidas, Monterrey surgió orgánicamente del seno de la Segunda Comisión (Económica y Financiera) de la Asamblea General de las Naciones Unidas como un proceso democrático de base, impulsado por una ambiciosa visión transformadora, que se forjó desde sus cimientos entre 1999 y 2002, desarrollando sus propios marcos conceptuales y léxico político, y finalmente consolidándose en el Consenso de Monterrey.
Dos factores principales hicieron urgente la convocatoria de la Conferencia de Monterrey y moldearon sus propuestas sustantivas. En primer lugar, desde una perspectiva sistémica, los impactos sociales negativos de las crisis financieras internacionales de finales de la década de 1990 pusieron de relieve la necesidad de liderar la globalización con mayor equidad y justicia.
En segundo lugar, complementando la serie de conferencias de las Naciones Unidas de la década de 1990, Monterrey se propuso proporcionar una plataforma transversal muy necesaria para abordar la financiación para la implementación de la emergente agenda mundial de desarrollo sostenible.
En ambos casos, se necesitaba un cambio de paradigma, por lo que el camino a Monterrey surgió como un proceso innovador multilateral y de múltiples partes interesadas, bajo el liderazgo de las Naciones Unidas, pionero en dos vías principales hacia una mejor gobernanza económica mundial: primero, proponiendo su agenda holística para abordar las dimensiones nacionales, internacionales y sistémicas interconectadas de la financiación para el desarrollo; y segundo, promoviendo la convergencia de los esfuerzos de todas las partes interesadas pertinentes hacia acciones transformadoras estratégicas acordadas.
La principal contribución histórica del proceso de Monterrey fue aprovechar al máximo la legitimidad y el poder de convocatoria de las Naciones Unidas —como la organización más universal con el mandato más amplio— para proporcionar la mesa de elaboración de consenso totalmente inclusiva que necesitamos para incorporar eficazmente la perspectiva del desarrollo equitativo y sostenible en los debates clave sobre política económica de nuestros tiempos.
Este punto esencial quizás pueda ilustrarse mejor con uno de los momentos más emblemáticos del proceso de Monterrey. En uno de nuestros debates, el delegado de Chile, Eduardo Gálvez, uno de los impulsores del proceso, recordó el poema “L'Albatros” de Baudelaire. Una metáfora del potencial del espíritu humano, el poema contrasta el torpe tropiezo de un albatros en tierra con su majestuosa belleza en vuelo, elevándose sobre sus alas. El delegado comparó al albatros del poema con nuestros debates en las Naciones Unidas: cuando nos centramos en intereses transitorios y egoístas, somos torpes; pero cuando ponemos los valores e ideales de la Organización en el centro, podemos unirnos para cambiar el mundo a mejor. Al final de un intenso y acalorado debate, esa imagen se nos quedó grabada, pues encapsulaba a la perfección el sentido de nuestros esfuerzos. El albatros se convirtió en el emblema de nuestro proceso y su imagen permaneció en el encabezado del sitio web de las Naciones Unidas sobre financiación para el desarrollo (FpD) hasta la cumbre de Monterrey. Este símbolo se convirtió en parte de la mística de Monterrey, de hecho, en el estandarte mismo del “Espíritu de Monterrey”.

En términos de formulación de políticas, trascendiendo los límites convencionales de la dicotomía Norte-Sur, el mensaje central de Monterrey fue que se necesita una acción colectiva y coherente en cada área interrelacionada de la agenda mundial de financiamiento para el desarrollo, involucrando a todos los interesados en una asociación mundial activa.
Por ello, Monterrey fue innovador no solo en sus propuestas sustantivas, sino también en sus formas de diálogo, divulgación, consulta y construcción de consenso que eran más democráticas y generadoras de confianza. El proceso contó con el apoyo de un facilitador elegido democráticamente, cuyo mandato abarcó todo el proceso de tres años, quien rindió cuentas ante el pleno y respondió a sus demandas. Esto garantizó que todas las partes tuvieran una voz efectiva, contribuyendo a unas negociaciones justas.
Como elementos integrales, el proceso incluyó sesiones de intercambio de ideas y debates en profundidad, fomentando al mismo tiempo la participación de ministerios nacionales clave, los bancos centrales, las instituciones de Bretton Woods, la Organización Mundial del Comercio y otros organismos internacionales, así como representantes del sector privado y la sociedad civil.
Así, al tiempo que reafirmaba el papel central de las Naciones Unidas, el proceso de Monterrey se posicionó deliberada y estratégicamente como modelo para promover una alianza mundial para una mejor gobernanza económica mundial.
Sin embargo, no fue fácil. Al contrario, el proceso fue una tarea muy controvertida. En varios casos, surgieron tensiones serias entre las fuerzas de la política de poder y el multilateralismo. Cada avance requirió intensos esfuerzos diplomáticos.
Finalmente, tras superar una resistencia que en un principio parecía insuperable, el proceso de Monterrey culminó en una cumbre histórica. El Consenso de Monterrey fue un resultado sólido e innovador, respaldado unánimemente por los miembros de las Naciones Unidas, incluidos más de 50 Jefes de Estado y de Gobierno. Logramos articular la visión estratégica fundamental para guiar los esfuerzos globales de financiación para el desarrollo y planteamos varios llamamientos y acciones clave que, entre otros resultados, revirtieron la trayectoria descendente de la ayuda oficial al desarrollo. A través del Consenso, también promovimos cambios institucionales y normativos, incluyendo una ampliación del espacio para los países en desarrollo en el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, como modelos piloto para medidas de mayor alcance en el futuro. En las conferencias ministeriales de seguimiento de FpD celebradas en Doha (2008), Adís Abeba (2015) y Sevilla (2025), se lograron nuevos avances.
En esencia, la Conferencia de Monterrey se concibió como el primer paso en un desafiante camino hacia la innovación de la gobernanza económica global en beneficio del bien común. Quizás su legado más perdurable resida en este impulso transformador visionario —el Espíritu de Monterrey— y su constante llamado a seguir avanzando colectivamente en este camino, mediante el diálogo inclusivo, el entendimiento mutuo y la construcción de consensos.

La coyuntura actual
Hoy, en un panorama internacional cada vez más multipolar y diverso, los retos y oportunidades que dieron origen a Monterrey y su ambición siguen existiendo, adquiriendo nuevas dimensiones y una renovada urgencia estratégica.
La actual revolución tecnológica, impulsada por la inteligencia artificial, la ingeniería genética, la robótica y otras tecnologías emergentes cruciales, está cobrando impulso rápidamente. Ofrece enormes oportunidades para impulsar el desarrollo humano, pero también plantea desafíos éticos y civilizatorios sin precedentes y amenaza con ampliar las brechas digitales y socioeconómicas globales.
Paradójicamente, a pesar de nuestro inmenso progreso científico y tecnológico, la pobreza y la exclusión social persisten. Las crisis ambientales globales, en particular el cambio climático, la contaminación y la pérdida de biodiversidad, se están intensificando, impulsadas por patrones de producción y consumo insostenibles. Nuestras experiencias con la COVID-19, la inseguridad alimentaria y los desastres naturales han puesto de manifiesto fallos evitables de la acción colectiva para afrontar las emergencias globales de forma eficaz y justa. Las debilidades financieras y económicas sistémicas también siguen siendo un riesgo fundamental.
Con más en juego que nunca, los próximos pasos serán extremadamente desafiantes, dado el estado actual del multilateralismo en medio de crecientes tensiones geopolíticas y confrontaciones militares, que complican profundamente las perspectivas de cooperación internacional. Superar estas dificultades exigirá tanto determinación política como ingenio diplomático; en este esfuerzo, movilizar el Espíritu de Monterrey puede resultar crucial para el éxito.
Mirando hacia el futuro
Un desafío sumamente crítico es relanzar nuestro proceso de financiación para el desarrollo como una iniciativa de liderazgo global, para volver a poner en pleno juego la legitimidad y el poder de convocatoria de las Naciones Unidas para catalizar la voluntad política y fomentar la cooperación entre múltiples actores en nuestra agenda holística para abordar las disfunciones sistémicas a nivel mundial, abriendo al mismo tiempo nuevos caminos hacia el desarrollo equitativo y sostenible y la prosperidad en el contexto de la revolución tecnológica en curso.
Para avanzar en esta dirección, es necesario aprovechar al máximo a las Naciones Unidas como la plataforma más adecuada para cultivar entendimientos y compromisos compartidos sobre los principios fundamentales que deben guiar nuestra cambiante alianza mundial para mejorar la gobernanza global.
La alianza mundial prevista en el Consenso de Monterrey también debería seguir consolidándose, con una ambición cada vez mayor, mediante la aplicación de medidas e iniciativas prioritarias acordadas que sirvan de catalizadores para una cooperación internacional más fuerte en materia de desarrollo, provisión de bienes públicos globales y gestión de los bienes comunes globales.
A medida que avanzamos, debemos asegurarnos de que todas nuestras acciones e iniciativas se refuercen mutuamente. Los esfuerzos nacionales para movilizar recursos públicos y privados a fin de garantizar el bienestar de nuestros pueblos y nuestro planeta, especialmente en áreas como la igualdad de género, la erradicación de la pobreza, la seguridad alimentaria, la atención médica, la educación de calidad, el trabajo decente y la sostenibilidad ambiental, deben contar con el pleno apoyo de un entorno económico internacional propicio, incluyendo
- inversiones internacionales de beneficio mutuo y transferencias efectivas de tecnología, alineadas con los planes estratégicos nacionales y apoyadas activamente mediante financiamiento combinado y una sólida banca multilateral de desarrollo;
- oportunidades comerciales como motor del desarrollo inclusivo y sostenible, basado en reglas internacionales claras y marcos de apoyo específicos para los países en desarrollo y las pequeñas y medianas empresas;
- una arquitectura mejorada de la deuda soberana global que esté alineada con la agenda de desarrollo sostenible; y
- transferencias mejoradas de recursos, incluso mediante mecanismos de financiamiento innovadores, como el propuesto por la Presidenta de México, Claudia Sheinbaum Pardo, para destinar el 1 por ciento del gasto militar mundial a financiar el mayor programa de reforestación de la historia.

En cuanto al nivel sistémico, debemos aspirar a avanzar en dos líneas de acción principales. En primer lugar, debe ampliarse la participación de los países en desarrollo en la toma de decisiones y el establecimiento de normas a nivel mundial, incluso mediante una arquitectura de gobernanza económica mundial más inclusiva. En segundo lugar, debe mejorarse la coherencia y la consistencia de los sistemas monetarios, financieros y comerciales internacionales en apoyo del desarrollo, incluso mediante
- capitalizar y alinear aún más las instituciones de Bretton Woods y los bancos multilaterales de desarrollo para apoyar el desarrollo sostenible, el suministro de bienes públicos globales y la prevención y la respuesta a las crisis financieras;
- profundizar la cooperación fiscal internacional basada en los principios de universalidad, equidad y progresividad, sinergizando los esfuerzos actuales de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el G20 y las Naciones Unidas en este tema;
- promover una gobernanza global adecuada de la tecnología para garantizar que la revolución tecnológica en curso contribuya a un desarrollo global inclusivo y compartido; y
- incorporar la perspectiva de género en todas las políticas de desarrollo como una prioridad transversal.
En general, mediante el diálogo inclusivo, el entendimiento mutuo y la búsqueda de consenso, nuestras acciones e iniciativas colectivas deben seguir consolidándose en una alianza global cada vez más sólida para financiar un desarrollo equitativo y sostenible. Este proceso debe ser constante y deliberado, avanzando paso a paso con un propósito estratégico claro.
Hacia una cumbre Monterrey-Plus
El Espíritu de Monterrey seguirá siendo un poderoso faro del multilateralismo en los difíciles años que tenemos por delante, si logramos recuperar su fortaleza histórica en una escala adecuada a su propósito.
En este camino, la revisión de los logros y las deficiencias de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible debería brindarnos una oportunidad para generar un impulso político significativo. Así, con renovada determinación, la 5ª Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo podría erigirse como una cumbre —una cumbre “Monterrey Plus”— convergiendo y apoyando plenamente la transición hacia una agenda de desarrollo posterior a 2030 necesariamente más amplia, más ambiciosa y de mayor impacto.
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