4 de septiembre de 2020

Ningún país se ha librado de los efectos devastadores de la pandemia de COVID-19 y la profunda crisis económica que esta ha desatado. Estamos aprendiendo nuevas formas de controlar la propagación del virus, pero el número de infecciones, que ya suman más de 26 millones de casos confirmados en todo el mundo, mantiene una implacable trayectoria ascendente. Sin embargo, la repercusión económica probablemente afecte a la mayoría de las personas mucho más que el propio virus.

Algunos países han encontrado distintas vías para lograr una recuperación prudente de la primera ola de la pandemia. Para respaldar sus propias economías, los países del G20 y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) han creado planes de estímulo por un valor de hasta 11 billones de dólares, lo que representa un 10 % del producto interno bruto mundial, aproximadamente. Estaban en lo cierto al tomar esta medida. Por su parte, otros países se tambalean al borde del desastre, puesto que carecen de las opciones de las que sí disponen los países más ricos. Están necesitados de un apoyo internacional que esté a la altura de los desafíos a los que se enfrentan. Muchos de estos países ya padecían una crisis humanitaria antes de que les golpease la pandemia. Actualmente, las tasas de infección están aumentado, y las personas más vulnerables (mujeres y niñas, personas con discapacidad y personas de edad) se llevan la peor parte.

El 25 de marzo, el Secretario General de las Naciones Unidas puso en marcha el Plan Mundial de Respuesta Humanitaria a la COVID-19 para ayudar a los países necesitados. Desde entonces, el plan se ha actualizado dos veces. Las necesidades actuales ascienden hasta los 10.300 millones de dólares para respaldar a 250 millones de personas en 63 países. No obstante, cinco meses después de su lanzamiento, el plan todavía cuenta con una financiación inferior al 25 % (a fecha de 1 de septiembre de 2020). Esta respuesta inadecuada de las naciones más ricas es poco previsora y no beneficia a nadie, ni siquiera a los países más ricos. Si no logramos contener la pandemia y sus consecuencias socioeconómicas, en el futuro, habrá problemas mucho mayores y más costosos. El virus debe controlarse en todos los países, ya que, de lo contrario, continuará circulando por todo el mundo y volverá a aquellos lugares en los que pensábamos que se había vencido. No existe otra alternativa mientras esperamos a que se desarrolle una vacuna segura y eficaz, así como un sistema que garantice un nivel adecuado de inmunización en el plano mundial.

El costo económico que entraña no actuar es enorme: un sinfín de millones de personas más se verán arrastradas hacia la extrema pobreza, se perderán decenios de avances en materia de desarrollo y se dibujará la sombra de una generación de problemas trágicos y exportables. El Programa Mundial de Alimentos (PMA) ha advertido de que 270 millones de personas podrían verse empujadas al borde de la inanición a finales de este año. Los servicios de salud esenciales (es decir, la inmunización, la prevención de la malaria, el control del VIH/SIDA, los partos sin riesgo y la puericultura) se han suspendido. Los centros de salud están saturados, el personal no dispone de equipos de protección personal y las personas se mantienen alejadas por miedo a contagiarse.

Un aspecto especialmente desalentador de la pandemia es que la violencia de género ha aumentado de manera drástica y, en algunos países, las llamadas a los teléfonos de emergencia especializados se han multiplicado por ocho. El dinero puede ayudar a hacer frente a estos problemas. Con los fondos de los que disponemos, los organismos de las Naciones Unidas y las organizaciones no gubernamentales de primera línea están consiguiendo grandes avances en lo relativo a la aplicación del Plan Mundial de Respuesta Humanitaria a la COVID-19:

Todos estos constituyen resultados tangibles que se pueden conseguir cuando se dispone de financiación, por ejemplo, a través del Fondo Central para la Acción en Casos de Emergencia y los fondos mancomunados para países concretos que gestiona mi oficina, la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios. Los proyectos respaldados por estos fondos ya han llevado las campañas de sensibilización sobre la salud, así como equipos de protección personal, equipos sanitarios y suministros médicos a más de 20 millones de personas. Quiero expresar mi agradecimiento a los numerosos donantes que han contribuido a esta respuesta. No obstante, es necesario realizar un mayor esfuerzo a medio y largo plazo, puesto que nos enfrentamos a enormes problemas excepcionales.

Necesitamos un mayor apoyo financiero de inmediato para el Plan Mundial de Respuesta Humanitaria a la COVID-19 y otras iniciativas complementarias. Es fundamental que las instituciones financieras internacionales elaboren una nueva estrategia para desembolsar dinero con el fin de satisfacer las necesidades de las personas que se encuentran en los países más vulnerables.

La historia reciente demuestra que las naciones acaudaladas pueden lidiar con problemas en los ámbitos nacional y mundial al mismo tiempo. Tras la crisis financiera de 2008 y 2009, la recaudación de fondos para los llamamientos humanitarios coordinados por las Naciones Unidas aumentó como reflejo de la solidaridad internacional. Desde el punto de vista de la salud pública, resulta lógico ayudar a todos los países a combatir el virus. Desde el punto de vista económico, resulta lógico actuar de inmediato y con generosidad en los entornos más frágiles para evitar que se cumplan las hipótesis más pesimistas. No es necesario esperar a que toquemos fondo para aprender esa lección.

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