16 de octubre de 2020

Mientras escribo estas palabras, el mundo está envuelto en una pandemia viral que se ha cobrado más de un millón de vidas y ha contagiado a más de 38 millones de personas. En relación con una población total de más de 7.000 millones, estas cifras pueden parecer una pequeña fracción, sin embargo, representan un enorme número de víctimas que podrían haberse evitado si hubieran existido iniciativas más concentradas a la hora de educar a la población, de coordinar la producción de equipos de protección, de poner en práctica el distanciamiento físico y de confinar ciertas empresas y actividades durante semanas cuando la proximidad era algo inevitable. Sin embargo, resulta evidente que las repercusiones de estas medidas afectarían a los distintos sectores de la población de manera desigual. En el caso de aquellos cuyos medios de vida dependen de trabajar cerca de los demás, durante un confinamiento también necesitarán asistencia económica, así como tomar iniciativas para contener la propagación del virus.

A nadie sorprende que, en el mundo digital, el lenguaje que empleamos para describir la amenaza de lo que se conoce como “programas maliciosos” se haya tomado de la terminología médica de las epidemias. De este modo, hablamos de virus digitales que infectan ordenadores, que se copian a sí mismos y que se propagan a otras máquinas a través de Internet o por medio de unidades USB “infectadas”. En el pasado, los disquetes informáticos constituían un vector para la propagación de los programas maliciosos. En inglés, la palabra “bug”, empleada para describir las bacterias y los virus biológicos, se suele definir como un error de programación que se puede aprovechar para causar daños en el ámbito de la terminología informática.

En el caso de la pandemia de COVID-19, los expertos médicos nos dicen que llevar mascarillas no nos protege de manera adecuada del virus, sino que ayuda a proteger a los demás de que seamos nosotros los que los infectemos. Para que este concepto resulte efectivo, todos los miembros de la población deben cooperar con el fin de protegerse los unos a los otros de que se siga propagando el virus. Podríamos establecer un paralelismo entre el virus SARS-CoV-2 y los virus digitales. En la medida en que hagamos uso del software de detección de virus y mantengamos todas nuestras aplicaciones actualizadas para reparar los errores de software que podrían aprovechar los piratas informáticos, también protegeremos los ordenadores de los demás de infectarse por culpa de los nuestros. El aprovechamiento de los errores de software sirve como equivalente moral de la infección, de ahí que se utilice un lenguaje compartido.

El Secretario General de las Naciones Unidas, António Guterres, estudió ingeniería eléctrica y afirma con autoridad y de manera convincente que, en una época de gran interdependencia, es necesario lograr una “cooperación digital”. Nuestra sociedad mundial ha evolucionado hasta volverse cada vez más dependiente de la tecnología digital y, cuando la tecnología falla, esta confianza puede generar una serie de efectos negativos en cascada. La gente se siente desamparada cuando no hay ninguna señal de wifi, 3G, 4G o 5G disponible y el sinfín de aplicaciones para teléfonos inteligentes que dependen de ella dejan de funcionar. Supongo que muchos lectores que viajen con frecuencia entenderán las consecuencias del funesto mensaje “los ordenadores no funcionan” en un aeropuerto. Además de las múltiples formas en las cuales podemos usar Internet para tareas relacionadas con el comercio, el gobierno y la educación electrónicos, así como en muchos otros ámbitos “electrónicos”, cada vez nos sentimos más motivados para cooperar y colaborar con el fin de reducir las vulnerabilidades.

Internet y sus aplicaciones en la World Wide Web presentan múltiples oportunidades excelentes para descubrir, producir y distribuir información, entre otros beneficios. El aprendizaje automático ha aumentado nuestras habilidades humanas a la hora de procesar y entender los datos. Estas herramientas digitales fortalecen las capacidades superhumanas como nunca antes. Lamentablemente, también se pueden emplear en comportamientos digitales dañinos y destructivos, como el aprovechamiento del software susceptible asolado de errores para realizar ataques, así como en la, en ocasiones, no intencionada difusión de información errónea y desinformación destinada a generar confusión, división y conflictos. Desde hace mucho tiempo se sabe que una de las características distintivas de nuestra especie (y de otras) es la capacidad de fabricar herramientas. El uso indebido y el abuso de esas herramientas le sigue muy de cerca.

Esto nos lleva a plantearnos una pregunta evidente: “¿qué es lo que se debe hacer?”. En este punto, tenemos diferentes caminos que explorar. En primer lugar, nuestros informáticos pueden desarrollar mejores herramientas de programación para revelar los fallos antes de que el software se publique para su utilización. Pueden compartir tales descubrimientos de manera generalizada, en línea con la petición de cooperación del Secretario General. Mientras escribo estas palabras, el software que utilizo resalta automáticamente las faltas de ortografía y los errores gramaticales. Necesitamos herramientas similares que resalten los fallos que se producen en los numerosos lenguajes de programación que se emplean en la actualidad. Evidentemente, los problemas graves que se producen en el software suelen ser el resultado de sutiles condiciones de carrera o errores de lógica y no de ortografía o de sintaxis y, de este modo, requieren un escrutinio mucho más sofisticado.

También podemos garantizar que los productos de software, incluido el creciente “Internet de las cosas”, admitan actualizaciones seguras procedentes de una fuente de confianza sin alterarse durante su transmisión hasta el destino. Este proceso resulta especialmente importante en el caso de los productos que poseen largas vidas útiles, como la maquinaria industrial y los aparatos electrodomésticos de larga duración, incluidos los equipos de cocina y los sistemas de calefacción, ventilación y de refrigeración. Cualquiera se puede imaginar unas normas comunes con respecto a las actualizaciones que son necesarias para la venta o la exportación de dispositivos programables.

El arte digital de Omni Matryx/Pixabay.

También podríamos pedir a nuestros informáticos e ingenieros de software que diseñen y desarrollen sistemas operativos más seguros que sirvan de plataforma para los millones de aplicaciones de las que hemos llegado a depender. Lo mismo podría decirse de las propias aplicaciones, garantizando que sean resistentes frente a las entradas con un formato incorrecto que emplean los piratas informáticos para desencadenar vulnerabilidades explotables. Estos resultados deseables merecen compartirse de manera generalizada en un intento por desarrollar de manera colaborativa un mundo digital más seguro.

La “mascarilla digital” contiene muchos más recursos que detectores de virus y de programas maliciosos, así como actualizaciones de software seguras. De hecho, uno de los medios más efectivos para hacer frente a los efectos secundarios del mundo digital en línea no es en absoluto digital. Se trata de lo que yo denomino “wetware” y que también se conoce con el nombre de cerebro. Incluso cuando empleamos los ordenadores para que nos ayuden a procesar información, el uso final de dicha información es un asunto que atañe al ser humano. Lo que hagamos con ella, cómo la evaluemos, y cómo y cuándo la compartamos forma parte de la ecuación humana. La aceptación acrítica de la información, sin cuestionarse sus orígenes ni corroborar sus fuentes e intenciones, permite difundir deliberadamente desinformación o rumores con información errónea. El pensamiento crítico es otra mascarilla que podemos utilizar para proteger a los demás y a nosotros mismos. Las partes responsables deben formular preguntas sobre la información recibida de cualquier fuente, incluidos periódicos, revistas, la televisión, la radio, los libros e Internet. Esto resulta especialmente importante en el caso de la información procedente de la redes sociales, cuya exactitud se debe someter a examen antes de repetirla (en este punto, he estado a punto de escribir “retuitearla”).

En última instancia, deberíamos esforzarnos por poner a trabajar a la herramienta de procesamiento de información más potente que jamás se haya inventado, el ordenador, en las tareas de validación y verificación de la información que obtenemos de toda clase de fuentes digitales. Esta es una de las múltiples formas en las que la cooperación digital puede beneficiar a nuestras sociedades cada vez más basadas en redes de todo el mundo.

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