En diciembre de 1948, tras años de guerra y violencia de proporciones antes nunca imaginadas, el mundo se reunió en París, donde la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de Derechos Humanos. Bajo el impulso de la maravillosa Eleanor Roosevelt —viuda del antiguo Presidente de los Estados Unidos de América, Franklin D. Roosvelt— esta Declaración completó la relativamente nueva Carta de las Naciones Unidas y garantizó los derechos de todas las personas en todas las partes del planeta.

Mientras las Naciones Unidas celebran su 70º aniversario y reflexionamos sobre sus repercusiones, sería una negligencia no tener en cuenta el poder de este momento singular de 1948. Tan solo unos años tras la creación de las propias Naciones Unidas, la Declaración Universal de Derechos Humanos aprovechó uno de los períodos más oscuros de nuestra historia mundial y reunió al mundo en torno a un compromiso para alcanzar determinados derechos humanos universales y otorgó a las personas todo el protagonismo. Con su aprobación, los dirigentes se comprometieron de manera excepcional a proteger a todas las personas de atrocidades como las vividas durante la Segunda Guerra Mundial.

La Declaración Universal de Derechos Humanos ha constituido un influyente punto de partida para las deliberaciones generales sobre desarrollo, para temas que van desde la seguridad y la prevención y resolución de conflictos hasta la salud, el comercio y el continuo debate sobre el cambio climático.

A pesar de que ha protegido a cientos de miles de personas del peligro y la violencia, con demasiada frecuencia se pasan por alto sus principios fundamentales y hay personas que siguen estando excluidas.

En 2000, los dirigentes mundiales volvieron a reunirse con la determinación concreta de erradicar la enfermedad y la pobreza a través de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) acordados por todos los Estados Miembros de las Naciones Unidas. En 2015, a medida que se acerca su fecha límite, la pobreza global sigue cayendo, más niños que nunca asisten a la escuela primaria, la mortalidad infantil ha disminuido radicalmente y las inversiones específicas en materia de salud han salvado a millones de personas. Desde 2011, se han salvado más de 4 millones de vidas solo de la malaria, y la disminución de la mortalidad de niños menores de 5 años se produce a un ritmo más rápido que en cualquier momento de los últimos 2 decenios.

Nuestros esfuerzos colectivos están funcionando, pero a medida que nos trasladamos al ambicioso conjunto de objetivos de desarrollo sostenible (ODS) que orientarán nuestras actuaciones hasta 2030, debemos reconsiderar la esencia de la convicción de la Sra. Roosvelt para asegurarnos de que empleamos un enfoque que esté realmente centrado en las personas a fin de seguir avanzando frente a algunos de nuestros retos más apremiantes y cumplir las promesas que hemos hecho a la población mundial, de una vez por todas y para todos.

Tomemos la salud como ejemplo. La salud es fundamental para el desarrollo mundial, e incluso pequeñas inversiones generan progresos en comparación con otras esferas de desarrollo, como la educación y la reducción de la pobreza. No podemos soñar con conseguir un mundo más próspero sin mejorar los resultados en materia de salud. Las comunidades sanas generan sociedades más estables y economías dinámicas; pero para que esa ecuación funcione plenamente debemos garantizar a todas las personas un acceso asequible y equitativo a servicios de calidad.

En 2012, la Asamblea General de las Naciones Unidas respaldó con unanimidad una resolución que instaba a los gobiernos a garantizar que todas las personas tuvieran acceso a atención médica de calidad sin sufrir penurias económicas. Esta idea sigue siendo un pilar central para las futuras actividades de desarrollo, y en otoño de 2015 los Estados Miembros de las Naciones Unidas aprobarán una serie de ODS que probablemente incluirán un objetivo sobre “salud para todos”. Como comunidad global, debemos comprometernos a garantizar una cobertura sanitaria universal, de modo que mejore la salud de todas las personas.

Para ello será necesario que cambiemos nuestra manera de pensar en lo que respecta a la salud y adoptemos un enfoque más amplio y sistémico, en lugar de la perspectiva vertical y compartimentada que hemos tomado tradicionalmente. Invertir de manera inteligente y extensa en sistemas de atención sanitaria, tales como centros de atención primaria de la salud, clínicas comunitarias y trabajadores sanitarios de la comunidad, será fundamental para garantizar una atención de calidad a todo el mundo. Es preciso capacitar a todos los sistemas para que actúen frente a las enfermedades transmisibles frecuentes que suelen darse en comunidades en desarrollo y a enfermedades no transmisibles, como los derrames cerebrales, el cáncer y las enfermedades cardíacas, que cada vez están más extendidas en países de ingresos bajos y medios. A medida que cambia el panorama sanitario, debemos adaptar nuestros marcos de prestación de servicios.

Las inversiones específicas en determinadas esferas de la salud seguirán siendo importantes y, desde luego, reducirán la carga desproporcionada que suponen enfermedades como el VIH/SIDA, la tuberculosis y el paludismo para los sistemas de atención sanitaria que ya atraviesan dificultades.  El paludismo, por ejemplo, supone hasta el 40% de los gastos en salud pública en los países que tienen una carga elevada de esta enfermedad y puede ser el responsable de hasta el 50% de las admisiones de pacientes hospitalizados y del 60% de las visitas ambulatorias. Cuando invertimos en programas que luchan contra el paludismo y reducimos esa carga, liberamos recursos financieros y humanos que pueden reorientarse hacia otras cuestiones, como el tratamiento preventivo y las crisis.

El reciente brote del Ébola que devastó zonas de África Occidental nos enseñó una valiosa lección: los sistemas de atención sanitaria deben ser capaces de responder a emergencias en cualquier momento para disminuir las repercusiones que afectan a todo el sistema. La comunidad mundial se apresuró a ayudar a los países afectados por el Ébola, lo que hizo patente la necesidad y la importancia de que las Naciones Unidas, incluidos sus múltiples organismos y Estados Miembros, respondieran de manera unificada. Ante la cantidad histórica de crisis (desde desastres naturales hasta violencia y conflictos) que se están viviendo en África, el Oriente Medio y Europa Oriental, debemos aprovechar la experiencia adquirida con el brote del Ébola y las Naciones Unidas deben actuar de forma unificada con vistas a lograr salud, seguridad y prosperidad para todas las personas.

La buena noticia es que la salud es una inversión muy rentable, en la que gastos relativamente pequeños con frecuencia dan lugar a considerables resultados generales. En Etiopía, donde trabajé como representante de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en el país durante varios años, se obtuvieron resultados prometedores ante muchos problemas sanitarios primordiales con menos del 15% del gasto público total. La mortalidad atribuible al paludismo descendió a 936 muertes registradas en 2011, y la mortalidad materna se redujo en 200 por cada 100.000 nacidos vivos entre 2005 y 2010. Los datos del Banco Mundial muestran que, con un aumento del gasto nacional en salud inferior a 20 dólares de los Estados Unidos per capita entre 2002 y 2011, el Gobierno de Etiopía no solo previno la enfermedad y salvó vidas, sino que también dio esperanza a las comunidades y ayudó a crear una sociedad más activa.

Desde mi punto de vista, la salud es un derecho humano universal y la cobertura sanitaria universal es, por definición, una extensión evidente de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Proporcionando una atención médica de calidad a todas las personas de cualquier edad y nivel socioeconómico ofrecemos un nivel básico de protección y garantizamos una mayor equidad en los resultados sanitarios que nos ayudará a lograr mayores avances en relación con la agenda para el desarrollo. Creo que la cobertura sanitaria universal es tan sensata en términos económicos como convincente desde el punto de vista moral.

No obstante, la buena salud no se puede alcanzar en el vacío. Si de verdad queremos conseguir un mundo más sano, debemos adoptar una mentalidad de “salud para todos” y trabajar en todos los sectores a fin de comprender y responder plenamente a todos los factores sociales y ambientales que determinan la salud. Las organizaciones, fundaciones y otros socios que combaten el paludismo han gozado durante mucho tiempo de una buena relación con el sector privado, haciendo uso de sus habilidades para ampliar los mercados e incrementar el acceso a intervenciones vitales. Una y otra vez hemos visto que la participación del sector privado en la salud origina unos beneficios considerables y que las inversiones se traducen en comunidades más sanas, una fuerza del trabajo más productiva y economías más dinámicas que conducen a progresos sostenibles en la consecución de las metas de salud y desarrollo globales para sociedades enteras. En este momento crítico, la comunidad de las Naciones Unidas tiene que sacar el máximo provecho de estas importantes experiencias adquiridas y extender sus relaciones con el sector privado, de modo que podamos incrementar el valor de nuestras inversiones, optimizar los rendimientos, ampliar nuestro alcance y maximizar la repercusión de nuestros esfuerzos.

En diciembre de 2014, el Secretario General de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, publicó su “Informe de síntesis sobre la agenda de desarrollo sostenible después de 2015”, en el que destacaba, entre otras cosas, seis elementos esenciales para enmarcar y reforzar el carácter universal, integrado y transformador de los ODS y garantizar que la ambición que implican se traduzca en una ejecución eficaz a nivel nacional. Entre esos elementos cruciales se encuentra la necesidad de enmarcar los objetivos alrededor de las personas para garantizarles una vida sana, la educación y la inclusión de las mujeres y los niños.  Dado que la población mundial es de 7.000 millones de personas y va en aumento, debemos anclar nuestros esfuerzos para beneficiar a las personas a quienes se dirigen. A través de los sistemas de salud, no solo ofrecemos libertad y oportunidades financieras, sino que también facilitamos una mayor participación en el propio proceso de desarrollo.

En este contexto, la Alianza para Hacer Retroceder el Paludismo pronto pondrá en marcha la segunda fase de su Plan de Acción Mundial contra el Paludismo: Acción e Inversión para Vencer la Malaria 2016-2030. Anticipándose a los ODS y en línea con la Estrategia Técnica Mundial contra la Malaria (2016-2030) de la OMS, este plan estratégico proporciona un marco para los enfoques transformadores, centrados en las personas y multisectoriales que se requieren para lograr las ambiciosas metas relativas a la eliminación del paludismo y desatar el potencial económico de incontables comunidades.

En cuestión de meses, las Naciones Unidas pasarán oficialmente de los ODM a los ODS, lo cual supondrá otro hito en su excepcional historia. Al hacer este salto y proseguir en el camino hacia el éxito, hay una cosa clara: debemos llevarnos a todas las personas a esta siguiente fase del desarrollo, sin excluir a nadie, de manera que podamos cruzar con orgullo, igualdad y buena salud la línea de meta. Hasta entonces, debemos hacer todo lo posible para garantizar el acceso universal a cuidados de calidad mediante sistemas de salud competentes. En realidad, se trata de un planteamiento sencillo y creo que la Sra. Roosevelt estaría de acuerdo.