Las Naciones Unidas pueden presumir de muchos logros en el curso de sus 70 años de existencia. Al prevenir otra guerra mundial consiguieron algo en lo que precisamente fracasó la Sociedad de las Naciones. Sin embargo, pueden atribuirse muchos más méritos, como los de defender los derechos humanos, promover el estado de derecho, aportar mecanismos internacionales para el arreglo de controversias, proteger el medio ambiente, erradicar enfermedades y mejorar en todo el planeta las condiciones de vida de millones de personas. Solo en los últimos cinco meses han dado muestras de un enorme poder de convocatoria y capacidad de formación de consenso: el pasado septiembre en Nueva York, cuando se acordó la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, y en diciembre de 2015 en París, cuando se aprobó el Acuerdo de París sobre el cambio climático.

Sin embargo, quedan muchos problemas que las Naciones Unidas no han conseguido resolver, por lo que no conviene que se duerman en los laureles. Han de hacer frente a numerosos problemas nuevos y a una gran cantidad de asuntos pendientes. A continuación se enumeran unos cuantos.

El gráfico de los conflictos en todo el mundo, que mostraba una acusada tendencia a la baja al cambiar el milenio, ha vuelto a torcerse. Como señaló recientemente Jean-Marie Guéhenno en un artículo aparecido en Foreign Policy, “pasados 20 años desde el fin de la Guerra Fría, los conflictos letales iban en disminución. Un menor número de guerras mataba a un menor número de personas en todo el mundo. Sin embargo, hace cinco años cambió de signo esa tendencia positiva, y cada año se observan más conflictos, más víctimas y un mayor número de desplazados. No es probable que en 2016 se registren mejoras con respecto a las tribulaciones de 2015: está en auge la guerra, no la paz”1.

Ha rebrotado la rivalidad entre Oriente y Occidente, tanto en su versión directa como por intermediación; Ucrania y Siria son prueba de ello. ¿Quién habría supuesto que la OTAN trataría de reinventarse en la Cumbre de Gales de 2014? Asimismo, ¿cuántos habrían previsto que el G-8 volvería a su condición de G-7?

El avance de la democracia, aparentemente inexorable, parece haberse frenado; en algunos sitios, incluso retrocede. Cada vez se dan más casos de elecciones que no se celebran en igualdad de condiciones, de poderosos ejecutivos que aspiran a controlar la legislatura o el poder judicial y de dirigentes que hacen caso omiso de la duración de su mandato.

El extremismo violento muestra su rostro más espantoso y la mezcla de extremismo ideológico y política resulta más tóxica que nunca. La combinación del extremismo en auge con la radicalización de los jóvenes y la migración interna pone a prueba a las sociedades de todo el mundo y da alas a los partidos políticos de derechas y a quienes se proponen erigir nuevos obstáculos.

Según el Banco Mundial, el 12,7% de la población mundial sigue viviendo con 1,90 dólares al día o una suma inferior. El Programa Mundial de Alimentos estima que unos 795 millones de personas del mundo entero, es decir, cerca de uno de cada nueve habitantes del planeta, carecen de alimentos suficientes para llevar una vida activa sana y que la mala nutrición es causa de la mitad de los fallecimientos de niños menores de cinco años, a razón de 3,1 millones al año.

Se acaban de indicar unos cuantos de los tremendos desafíos que el mundo tiene ante sí. Cabe mencionar además la amenaza del terrorismo, la ciberdelincuencia, la amenaza que supone el cambio climático para la existencia de varios pequeños Estados insulares en desarrollo y la persistente incapacidad de incorporar reformas fundamentales en las Naciones Unidas, pensada a la luz de la situación mundial de hace siete decenios.

Independientemente de los problemas pendientes de solución, mantienen su pertinencia dos principios básicos. En primer lugar, el multilateralismo debe ocupar un lugar central en las consultas, la adopción de decisiones y el liderazgo a escala mundial. En segundo lugar, la calidad del liderazgo nacional en aras de una buena gobernanza es decisiva para crear naciones que estén en paz consigo mismas y puedan ofrecer a sus ciudadanos una vida mejor.

No obstante las deficiencias del sistema de las Naciones Unidas u otros organismos multilaterales, es indiscutible que no cabe enfrentarse a ninguno de los problemas del mundo sin organizaciones internacionales eficaces y sin las muestras de voluntad política que forzosamente deben derivarse de la pertenencia a cualquiera de ellas. Algunos de los problemas de los que están aquejados determinados Estados-nación, como la degradación ambiental, la lucha contra el terrorismo o los delitos comerciales o la respuesta a los efectos de la migración, solo pueden abordarse y resolverse gracias a la cooperación mundial. Así pues, el sistema de gobernanza mundial representado por las Naciones Unidas sigue siendo, con todas sus imperfecciones, componente esencial del orden, la paz y el desarrollo planetarios.

La lógica de la buena gobernanza y de un liderazgo firme e instruido dentro de las naciones es igual de persuasiva, pero se trata de una cuestión más compleja. La expresión “buena gobernanza” se ha incorporado a lo grande al léxico habitual desde la caída del Muro de Berlín y el casi contemporáneo desmantelamiento del régimen de apartheid de Sudáfrica. Suele citarse una observación de Kofi Annan, antiguo Secretario General de las Naciones Unidas, en el sentido de que “la buena gobernanza tal vez sea el factor más importante que contribuye a erradicar la pobreza y promover el desarrollo”.

Sin embargo, no existe una definición aceptada universalmente de buena gobernanza ni un mecanismo acordado a escala mundial para emitir un veredicto sobre si la gobernanza es “buena” o “mala”. Conviene recordar en este contexto que, a lo largo de la historia, todo dictador o autor de un golpe de estado ha actuado con el propósito declarado de traer la salvación al país y liberar a la población de una gobernanza inepta.

Se han hecho intentos de definir la buena gobernanza. La definición más citada proviene de las propias Naciones Unidas, que le asignan ocho características principales. Según esta definición, la buena gobernanza es participativa, transparente, receptiva, eficaz y eficiente, equitativa e inclusiva, está orientada hacia la creación de consenso, promueve la rendición de cuentas y respeta el estado de derecho. Además, va dirigida a garantizar que la corrupción se reduzca a un mínimo, que se tengan en cuenta las opiniones de las minorías y que, al adoptar decisiones, se escuche la voz de los más vulnerables de la sociedad. También es sensible a las necesidades, actuales y futuras, de la sociedad2.

Una vez más, se observan diferencias entre las instituciones de desarrollo y los órganos políticos de ámbito internacional. Por ejemplo, el Banco Mundial y otros bancos multilaterales de desarrollo contemplan a la buena gobernanza desde la óptica económica y a la luz de la gestión del sector público, en el marco de lo cual ponen de manifiesto la transparencia y la rendición de cuentas, la reforma reglamentaria y las aptitudes y el liderazgo del sector público. Otras organizaciones construidas sobre la colaboración política, como las Naciones Unidas, la Comisión Europea y el Commonwealth, centran su atención en la gobernanza democrática, el estado de derecho y los derechos humanos. Es amplio el consenso general en el sentido de que la buena gobernanza va unida a procesos y resultados políticos e institucionales considerados necesarios para el cumplimiento de los objetivos de desarrollo.

Varias organizaciones de todo el mundo ofrecen índices de gobernanza, en algunos casos centrados en aspectos concretos y en otros orientados a una evaluación más integral. En ese sentido, Transparency International aspira a medir el grado de corrupción de los países, mientras que Human Rights Watch y Amnistía Internacional evalúan el respeto de los derechos humanos. El Comité para la Protección de los Periodistas mide el grado de libertad de los medios de comunicación. Mediante el índice de desarrollo humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo se mide la calidad de vida, mientras que el Índice de Gobernanza en África de la Fundación Mo Ibrahim ofrece evaluación en un sentido más amplio al definir la gobernanza como “el suministro de los bienes políticos, sociales y económicos que todo ciudadano tiene derecho a esperar de su Estado y que todo Estado es responsable de proporcionar a sus ciudadanos”3.

Muchos países siguen tachando a organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch de grupos de presión ligados a Gobiernos occidentales cuya visión del mundo es eurocéntrica. A la vez, subsiste el debate filosófico que aspira a determinar si las sociedades abiertas y democráticas generan desarrollo con menos fisuras. Los críticos de círculos académicos y de ámbitos profesionales suelen contraponer los resultados obtenidos los dos últimos decenios por la economía china, que está sujeta a control, al crecimiento relativamente lento registrado ese mismo período por la India, país democrático. A menudo suelen aducirse los ejemplos de Singapur y Malasia en Asia como modelos a seguir para condensar el crecimiento. Igualmente, muchos alaban la experiencia de Rwanda en África como ejemplo de crecimiento económico y rendimiento de las inversiones observado en un Gobierno que rinde cuentas, pese a su controvertido historial en materia de derechos humanos.

Muchas organizaciones internacionales han avanzado mucho desde la época en que los principios de soberanía y no injerencia en los asuntos internos de un país prácticamente les impedían no ser intrusivas ni intervencionistas, aun cuando los ciudadanos sufrieran excesos evidentes. Ya se trate del concepto de responsabilidad de proteger de las Naciones Unidas o de los intentos del Commonwealth o la Francophonie de idear medidas para vigilar la aplicación de valores políticos fundamentales, a menudo han fracasado, al ser incapaces de generar en la organización el necesario apoyo político amplio. La reciente experiencia de la Unión Africana con Burundi ilustra gráficamente esa situación.

Lo que se considera indiscutible es que los dirigentes nacionales pueden marcar grandes diferencias. En particular, los países en desarrollo que aspiran al desarrollo sostenible por la vía rápida necesitan dirigentes fuertes y visionarios. Para ser un dirigente visionario no solo hace falta una visión clara y viable de lo que se pretende lograr, sino también la capacidad de ir más allá de uno mismo en aras de los intereses a más largo plazo de la nación, lo cual supone dejar un legado formado por institucionales sólidas, así como por un entorno propicio que permita a otros dirigentes tomar el relevo cuando el dirigente cese en su cargo.

Aparte de la visión, son numerosos los requisitos que debe cumplir todo gran dirigente. El liderazgo eficaz exige motivación y compromiso, audacia en las convicciones combinada con la capacidad de dar cabida a los demás y crear consenso, dotes de buen comunicador, la capacidad de motivar a un equipo, flexibilidad en lugar de rigidez, aceptación de responsabilidades y rendición de cuentas, honradez y una promoción rigurosa de la probidad y la integridad en la vida pública y la anteposición de los intereses nacionales por encima de todo lo demás.

Ninguna escuela produce en grandes cantidades dirigentes nacionales eficaces. Cuando no cabe responsabilizar a nadie más, los Jefes de Gobierno deben aprender a las duras lo que no hayan aprendido ya en su trayectoria política, como por ejemplo a aceptar los buenos consejos y rechazar los malos y tomar decisiones difíciles en aras del interés nacional.

Pueden prestar ayuda antiguos colegas como Jimmy Carter, Bill Clinton y Tony Blair, entre otros muchos, que han fundado organizaciones donde se ofrece asesoramiento sobre políticas a los actuales dirigentes. Algunas funcionan como organizaciones comerciales. También existen grupos como The Elders, el Club de Madrid y el InterAction Council, que en gran medida se dedican a la promoción pública en torno a temas actuales de interés mundial. Órganos como la Fundación Kofi Annan hacen tareas de promoción a escala mundial e intervenciones selectivas.

La Global Leadership Foundation, establecida por F. W. de Klerk en 2004, es singular en el sentido de que ofrece un apoyo más discreto, confidencial y práctico a dirigentes actuales que podrían beneficiarse del asesoramiento de antiguos colegas en relación con dificultades semejantes encontradas en sus propios países. El temario siempre está determinado y controlado por el Jefe de Gobierno que solicita el asesoramiento y no por quienes ofrecen apoyo externo. Puede recabarse asesoramiento en diversas esferas de políticas, como la gobernanza en el sentido más amplio o los ámbitos político, económico o social. El asesoramiento ofrecido a un dirigente nunca se hace de dominio público, a no ser que el dirigente así lo desee.

La Agenda 2030 de las Naciones Unidas para el Desarrollo Sostenible representa una inversión colectiva mundial en el futuro bienestar de la humanidad. En ella se afirma, entre otras cosas, que “no puede haber desarrollo sostenible sin paz, ni paz sin desarrollo sostenible”. Se trata de una verdad evidente, pero no cabe duda de que esa paz debe ser algo más que la mera ausencia de conflicto. Incumbe a los dirigentes actuales, tanto en el panorama mundial como en cada ámbito nacional, construir una paz sostenible. Para ello, la buena gobernanza siempre será un requisito esencial.

 

Notas

1 Jean-Marie Guéhenno, “10 Conflicts to watch in 2016’”, Foreign Policy, enero de 2016.

2 Comisión Económica y Social para Asia y el Pacífico, “What is good governance?” Se puede consultar en http://www.unescap.org/sites/default/files/good-governance.pdf.

3 Fundación Mo Ibrahim, Índice de Gobernanza en África de la Fundación Mo Ibrahim. Disponible en http://www.moibrahimfoundation.org/iiag/ (consultado el 24 de febrero de 2016).