Mis recuerdos sobre las Naciones Unidas se remontan a un pasado bastante lejano; como joven diplomático, asistí al primer período de sesiones de la Asamblea General, que se celebró en Londres, en 1946. Era una época de gran esperanza que pronto se desmoronó. Antes de que terminara la década, los Miembros permanentes del Consejo de Seguridad se encontraban en competencia directa, tanto en el plano ideológico como en el geopolítico. El espíritu de cooperación entre ellos, en el que se basaba el sistema de seguridad colectiva, desapareció. Se evitó una nueva guerra mundial en la que las principales potencias entrarían en confrontación directa; sin embargo, durante decenios, la capacidad de las Naciones Unidas para cumplir su principal propósito, el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, se vio gravemente limitada.

Mi carrera como diplomático me llevó por distintos lugares durante casi un cuarto de siglo hasta que regresé a las Naciones Unidas primero como Embajador del Perú, luego como alto funcionario de la Secretaría y, un decenio más tarde, como Secretario General. La amenaza de guerra nuclear había retrocedido con respecto al punto álgido que alcanzó en octubre de 1962, pero la mayor parte de los demás aspectos de la Guerra Fría tardaron en desaparecer. Las Naciones Unidas y su Secretario General seguían estando ampliamente marginados. Estoy orgulloso de lo que se consiguió durante el decenio en que ocupé ese cargo, en gran medida a través de los esmerados y concienzudos buenos oficios interpuestos por las Naciones Unidas, a menudo con la ayuda de agentes externos, pero también muchas veces gracias a la asistencia brindada por las Naciones Unidas a las medidas emprendidas por otros, mediante una estrecha y efectiva cooperación con el Consejo de Seguridad.

Era una época de esperanzas renovadas, tal como observó el Consejo de Seguridad, que se reunió por primera vez en su primera Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno, un mes después de mi partida. Las Naciones Unidas habían desempeñado un papel fundamental, normalmente el más importante, para poner fin a una serie de conflictos en el Afganistán, entre la República Islámica del Irán y el Iraq, y en Camboya. Los acuerdos adoptados sobre Angola allanaron el camino hacia la libre determinación y la independencia de Namibia y contribuyeron a poner fin al apartheid en Sudáfrica. En Mozambique, la paz estaba cerca. La violencia remitió en Nicaragua y, en El Salvador, las Naciones Unidas llevaron a cabo con éxito su primera mediación en un conflicto interno. La labor de las Naciones Unidas a finales de la década de 1980 y principios de la década de 1990 contribuyó de forma significativa al largo proceso de desactivación de la Guerra Fría.

¿Qué lecciones extraigo de aquella época para el futuro de las Naciones Unidas? He dedicado esfuerzos considerables a mis diez informes anuales, cada uno de los cuales exigió un trabajo de meses de duración, en los que conté con la participación de mis colegas más cercanos, para períodos de sesiones que a muchos les arruinaron el verano. He publicado mis memorias. He tenido 23 años para reflexionar sobre esta cuestión, pero en lugar de escribir una larga lista de recomendaciones, prefiero destacar una lección única y fundamental entre todas las experiencias.

Es habitual señalar el Artículo 99 de la Carta de las Naciones Unidas como el avance más importante de las Naciones Unidas con respecto al Pacto de la Sociedad de las Naciones, el único tratado anterior a la Carta que intentó establecer normas y mecanismos para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales en una organización que aspiraba a la universalidad. No se cuestiona la importancia de la principal cláusula dispositiva del Artículo 99, las competencias del Secretario General para señalar a la atención del Consejo de Seguridad cualquier cuestión que en su opinión pueda amenazar el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, pero se ha sobreestimado en la medida en que el Secretario General solo se ha referido a ella media docena de veces. En mi opinión, el Artículo 99 es más importante por lo que implica y presupone al alentar específicamente al Secretario General a que llame la atención del Consejo de Seguridad hacia cualquier asunto que en su opinión pueda poner en peligro el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales. Este artículo fundamental establece que el Secretario General debería supervisar constantemente las situaciones que puedan estar comprendidas en esta categoría. ¿De qué otra manera podría actuar siguiendo su propia opinión como se le solicita? De la misma forma, el artículo da por sentado que tendrá los medios para hacerlo. El hecho de que los Estados Miembros no le hayan proporcionado tales medios constituye un grave problema, pero no menoscaba el fundamento conceptual de que estos elementos prevén los buenos oficios del Secretario General.

Se le ha prestado menos atención a otro Artículo que forma parte del apartado de la Carta dedicado a la Secretaría: el Artículo 100, cuya importancia me gustaría subrayar.

Cuando intento condensar la esencia fundamental de mi experiencia, se me ocurre una única palabra: independencia. Esa palabra resume lo que me dio la fuerza y la capacidad necesarias para establecer una diferencia positiva en relación con una serie de cuestiones aparentemente insolubles que habían atormentado a la comunidad internacional y se habían resistido a una solución durante muchos años. La independencia ha sido de forma constante mi respuesta resumida en una palabra a la pregunta “¿cómo lo has logrado?”.

La palabra “independencia” no figura en el Artículo 100. En virtud de su segundo párrafo, “cada uno de los Miembros de las Naciones Unidas se compromete a respetar el carácter exclusivamente internacional de las funciones del Secretario General y del personal de la Secretaría, y a no tratar de influir sobre ellos en el desempeño de sus funciones”. La palabra “independencia” podría haber sido un puente situado demasiado lejos en la década de 1940, en un momento en el que la soberanía era todavía mucho más sólida en cuanto al fondo y en la mente de los estadistas de lo que es ahora. Pero no era necesaria: a juzgar por el contexto, no cabe duda de que eso es lo que consagra la Carta. Ciertamente, es tal como yo lo veía. En aquel momento, y todavía más visto en retrospectiva, fue inestimable para mí. Explicaré brevemente por qué fue así.

Al igual que Hammarskjöld, yo no pretendía ser Secretario General. Mi Gobierno deseaba que yo fuese candidato e informó a los miembros del Consejo de Seguridad de que yo estaba disponible, pero me negué a hacer campaña. No pedí a nadie que me respaldara. No fui a Nueva York. No me comprometí con los Estados Miembros ni con ninguna otra persona para ser Secretario General; no hubo quid pro quo ni do ut des. Así, llegué a mi cargo sin haber prometido nada a nadie. Tampoco tenía ningún deseo de seguir siendo Secretario General después del mandato de cinco años de duración para el que fui nombrado.

El 13 de mayo de 1986, unos cuantos meses antes de que terminara lo que se convirtió en mi primer mandato como Secretario General, ofrecí el ciclo de conferencias Cyril Foster en el Teatro Sheldonian de la Universidad de Oxford. Veinticinco años antes, Dag Hammarskjöld había pronunciado una conferencia similar sobre el tema de “El funcionario público internacional en el derecho y los hechos”. Mi tema era el papel de Secretario General.

Revisé la función de buenos oficios del Secretario General y la resumí en una palabra: imparcialidad. Dije que la imparcialidad es el alma y el corazón del mandato del Secretario General. Fui un paso más allá y sugerí que, para garantizar la imparcialidad del Secretario General, debía restablecerse la sensata convención de que nadie se presentara como candidato para el puesto. Debería designarse a una persona cualificada que no lo haya solicitado. Por muy impecable que sea la integridad de una persona, no podrá conservar la independencia necesaria de forma efectiva si proclama su candidatura y lleva a cabo una especie de campaña electoral.

La independencia no implica que el Secretario General pueda o deba actuar como un espíritu totalmente libre: el Secretario General mantiene un compromiso firme con la Carta de las Naciones Unidas y, para que las Naciones Unidas desempeñen una labor efectiva en relación con la paz, debe trabajar en asociación con el Consejo de Seguridad. Pero esa asociación se ve reforzada si adopta una perspectiva más amplia que la de un Estado Miembro concreto o incluso que el conjunto de las que se expresan en el Consejo. Hay casos en los que se puede sentir obligado a distanciarse ligeramente para mantener abiertos los canales para quienes se sienten incomprendidos o marginados en él. Si mantiene esta discreta postura, será un socio más efectivo y creíble. Si es claro en este aspecto con los miembros del Consejo de Seguridad, estos verán la utilidad de que actúe de esta forma y lo respetarán por ello.

Sin dejarse intimidar por mi clara postura pública, que podrían haber interpretado de manera acertada como una afirmación de independencia, los cinco Miembros permanentes del Consejo de Seguridad se acercaron a mí conjuntamente (algo que no tenían costumbre de hacer) a principios de octubre de 1986 para pedirme que aceptara otro mandato. Acepté con reticencia, pero empecé mi segundo mandato con un sentimiento de poder renovado. La lista de ejemplos en los que mi independencia con respecto a los Estados Miembros ofreció oportunidades que no habrían surgido si me hubiese limitado a hacerme eco de cada aseveración del Consejo es demasiado larga para enumerarla. Creo que actué como elemento catalizador de un cambio en la postura del Consejo de Seguridad con respecto a la guerra entre la República del Irán y el Iraq que proporcionó un marco para solucionarla. No me cabe ninguna duda de que permitió lograr con éxito en El Salvador una paz integral y no parcial o totalmente inexistente. Estos son solo dos casos en los que mi independencia me proporcionó la libertad de acción necesaria para cumplir con mis responsabilidades de una forma que respondiese a los deseos de todos los miembros en su conjunto. Esa es la importancia de no haberme presentado como candidato.

¿Sigue siendo esta una lección importante? Eso deben decidirlo los Estados Miembros en su totalidad y, especialmente, los miembros del Consejo de Seguridad.