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El Secretario General

Discurso pronunciado al recibir el Informe sobre la Alianza de Civilizaciones


Istanbul, 13 de noviembre de 2006



Excelencias,
Señoras y señores:

Es notorio que las corrientes del Bósforo son fuertes, en un sentido en la superficie y por debajo de ella en sentido contrario. Sin embargo, durante siglos el pueblo turco ha desafiado con éxito esas corrientes navegando a través de la frontera entre Europa y Asia, y entre el mundo del Islam y el Occidente -y como resultado de ello ha prosperado.

Por lo tanto, es especialmente apropiado que nos hayamos reunido aquí para hacer público el Informe del Grupo de alto nivel para la Alianza de Civilizaciones. Después de todo, si hemos de construir puentes entre civilizaciones, ¡qué mejor lugar para comenzar que la ciudad que literalmente construyó un puente entre continentes!

Deseo rendir homenaje al Primer Ministro Erdogan y al Primer Ministro Rodríguez Zapatero, por haber patrocinado la iniciativa de la Alianza de Civilizaciones, así como a todos los miembros del Grupo de alto nivel que, durante los doce últimos meses, han dedicado tanto tiempo y energía a este Informe.

En el Informe se pone correctamente de relieve que la aceptación de las diferencias -diferencias de opinión, de cultura, de creencias, de modos de vida- ha sido desde hace mucho tiempo una de las fuerzas impulsoras del progreso humano.

Fue así que, en la "edad oscura" de Europa, la península ibérica floreció gracias a la interacción entre las tradiciones musulmana, cristiana y judía. Más adelante, el Imperio Otomano prosperó no simplemente por sus ejércitos, sino porque era también un imperio de ideas, en el cual el arte y la tecnología musulmanas eran enriquecidos por contribuciones judías y cristianas.

Lamentablemente, varios siglos después, nuestra propia era globalizada está marcada por el incremento de la tolerancia, el extremismo y la violencia contra el otro. Con frecuencia, el acortamiento de las distancias y la mejora de las comunicaciones no han llevado a la comprensión mutua y la amistad, sino a la tensión y la desconfianza mutuas. Muchas personas, en particular en el mundo en desarrollo, han llegado a temer a la aldea mundial, a la vez como ataque cultural y como sangría económica. Para ellos, la globalización amenaza tanto a sus valores como a sus billeteras.

Los ataques terroristas del 11 de septiembre, la guerra y la agitación en el Oriente Medio, las palabras y los dibujos irreflexivos, se han sumado para reforzar esa percepción y han inflamado las tensiones entre los distintos pueblos y culturas. Han creado una marcada tensión en las relaciones entre los adeptos de las tres grandes confesiones monoteístas.

Hoy en día, en el preciso momento en que la migración internacional ha hecho que cantidades sin precedentes de personas de distintos credos o culturas vivan como conciudadanos, las falsas concepciones y los estereotipos que subyacen a la idea de un "choque de civilizaciones" han llegado a tener una aceptación cada vez más generalizada. Algunos grupos parecen ansiosos por fomentar una nueva guerra de religión, esta vez a escala mundial -y ello resulta facilitado por la insensibilidad, o incluso la desaprensiva indiferencia, de los demás respecto de sus creencias o símbolos sagrados.

En resumen, la idea de una alianza de civilizaciones no podría haber sido más oportuna.

Y este Grupo no ha caído en la trampa de aceptar la implícita división del mundo en "civilizaciones" claramente distintas y separadas. Como ustedes señalan con acierto, ese es un anacronismo. Hoy en día, para bien o para mal, está claro que no vivimos en distintas civilizaciones, en el sentido en que lo hacían nuestros antepasados.

La migración, la integración y la tecnología han acercado cada vez más a las personas de distintas razas, culturas y orígenes étnicos, derribando antiguas barreras y creando nuevas realidades. Vivimos, como nunca antes, unos junto a otros, bombardeados por numerosas influencias e ideas diferentes.

La demonización del "otro" ha resultado ser la solución más fácil, cuando a todos nos vendría bien una saludable dosis de introspección. Después de todo, como dice vuestro informe, gran parte del actual descontento del mundo islámico se alimenta de las propias insuficiencias de la Umma. Al mismo tiempo, el Occidente alienta las críticas al tener lo que se percibe como un doble discurso en materia de derechos humanos y democracia.

En el siglo XXI, seguimos siendo rehenes de lo que sentimos como injusto y de lo que consideramos nuestro derecho. Nuestras palabras se han convertido en nuestra prisión, paralizando el discurso y obstando a la comprensión. Así pues, muchas personas en todo el mundo, en particular musulmanas, ven al Occidente como una amenaza para sus creencias y sus valores, sus intereses económicos, sus aspiraciones políticas. Las pruebas en contrario simplemente no son tenidas en cuenta o son rechazadas como increíbles. Análogamente, muchas personas en Occidente desechan al Islam como una religión de extremismo y violencia, a pesar de una historia de relaciones mutuas en las que el comercio, la cooperación y el intercambio cultural desempeñaron un papel por lo menos tan importante como el conflicto.

Es vital que superemos esos resentimientos y establezcamos relaciones de confianza entre las comunidades. Debemos comenzar por reafirmar -y demostrar- que el problema no está en el Corán, ni en la Torá, ni en la Biblia. En realidad, yo he dicho frecuentemente que el problema nunca está en la fe -está en los fieles, y en la forma en que se comportan recíprocamente.

Debemos hacer hincapié en los valores fundamentales que son comunes a todas las religiones: la compasión; la solidaridad; el respeto por la persona humana; la regla de oro de tratar a los demás como desearíamos que se nos trataran a nosotros mismos. Al mismo tiempo, necesitamos dejar de lado los estereotipos, las generalizaciones y los preconceptos, y velar por que los crímenes cometidos por individuos o por pequeños grupos no dicten nuestra imagen de todo un pueblo, de toda una región o de toda una religión.

Hoy en día, abundantes investigaciones demuestran los beneficios que los migrantes pueden aportar a sus nuevos hogares -no sólo como trabajadores sino como consumidores, empresarios y contribuyentes al logro de una cultura más diversa y dinámica. Pero esos beneficios no están distribuidos uniformemente, y frecuentemente no son apreciados por la población preexistente, partes de la cual tienden a ver a los inmigrantes como una amenaza para sus intereses materiales, su seguridad y su modo de vida tradicional.

En especial en Europa, los gobiernos han demorado en comprender la necesidad de elaborar estrategias para integrar a los recién llegados y a sus hijos en la sociedad que los recibe, en particular cuando los nuevos se diferencian de los viejos por la religión o por el color de la piel. O bien han tenido la expectativa de que las nuevas comunidades acepten una visión estática de la identidad nacional del país, en lugar de estar dispuestos a repensar hasta qué grado es necesario que los valores y la cultura sean compartidos por las distintas comunidades que viven juntas dentro de un Estado democrático. Análogamente, este país ha encontrado que su camino hacia el ingreso en la Unión Europea está plagado de obstáculos, detrás de los cuales frecuentemente podemos detectar un concepto de la identidad europea que implícita o explícitamente excluye a los musulmanes.

Como resultado de ello, muchos migrantes de segunda y tercera generación han crecido en ghettos, frecuentemente sufriendo de elevadas tasas de desempleo, con índices relativamente altos de pobreza y delincuencia, y mirados por sus vecinos llamados "autóctonos" con una mezcla de temor y desprecio.

El desaprendizaje de la intolerancia es, en parte, una cuestión de protección jurídica. Hace mucho tiempo que el derecho a la libertad de religión -así como a no ser objeto de discriminación por motivos de religión- está consagrado en el derecho internacional, y ha sido incorporado al derecho interno de numerosos países.

Pero, como sugiere vuestro informe, el derecho es sólo un punto de partida.

Toda estrategia de construcción de puentes ha de depender en alto grado de la educación -no sólo acerca del Islam y el Cristianismo, sino acerca de todas las religiones, tradiciones y culturas, para que los mitos y las distorsiones puedan ser vistos como lo que realmente son.

Debemos crear oportunidades para los jóvenes, ofreciéndoles una alternativa creíble para los cantos de sirena del odio y el extremismo. Debemos darles una verdadera oportunidad de mejorar el orden mundial, para que no sientan más el impulso de destruirlo.

Debemos salvaguardar la libertad de expresión, al paso que trabajamos junto a nuestros hermanos y hermanas de los medios de comunicación para impedir que sean utilizados para difundir el odio, o para infligir humillación. Debemos convencerlos de que los derechos traen consigo una responsabilidad inmanente, y deben ser ejercidos con sensibilidad, especialmente cuando se trata de símbolos y tradiciones que son sagrados para otros pueblos.

En todo esto, el liderazgo es crucialmente necesario. Las autoridades públicas no deben limitarse a crear conciencia, sino que deben ser las primeras en condenar la intolerancia y el extremismo. Su tarea consiste en velar por que el compromiso de no discriminar esté consagrado en la ley, y que la ley se haga cumplir en la práctica.

Pero su responsabilidad no excluye la nuestra. Todos nosotros, como individuos, contribuimos a formar el clima político y cultural de nuestras sociedades. Siempre debemos estar dispuestos a corregir los estereotipos y las imágenes distorsionadas, así como a hablar en favor de las víctimas de la discriminación.

Todas éstas son importantes lecciones, que deben aplicarse a las relaciones entre las distintas sociedades y dentro de cada una de ellas. Pero, como ustedes ponen de relieve con razón, esas lecciones tendrán escasa repercusión si el actual clima de miedo y sospecha sigue siendo realimentado por los acontecimientos políticos, en especial aquellos en los que pueblos musulmanes -los iraquíes, los afganos, los chechenos, y, quizás más que ningunos, los palestinos- son percibidos como víctimas de acciones militares de Potencias no musulmanas.

Tal vez deseemos pensar que el conflicto árabe-israelí no es más que uno de tantos conflictos regionales. Pero no lo es, como dije a la Asamblea General en septiembre. Ningún otro conflicto tiene una carga simbólica y emocional tan poderosa para personas muy alejadas del campo de batalla. Mientras los palestinos vivan bajo ocupación, cotidianamente expuestos a la frustración y la humillación, y mientras los israelíes sean bombardeados en los autobuses y las salas de baile, las pasiones seguirán inflamadas en todas partes.

Tal vez parezca injusto que los progresos en la mejora de las relaciones entre los conciudadanos en Europa, o entre -por ejemplo- el Canadá e Indonesia, deban ser rehenes de la solución de uno de los problemas políticos más inabordables. Y ciertamente la falta de esa solución no debe servir de excusa para desatender otras cuestiones. Pero en definitiva nuestros solos deseos no pueden hacer que la vinculación desaparezca.

Creo que es imperioso trabajar a la vez en ambos frentes -tratar de mejorar la comprensión social y cultural entre los pueblos, y al mismo tiempo resolver los conflictos políticos, en el Oriente Medio y en otras partes.

Busquemos nuestra inspiración en una inscripción que puede verse no muy lejos de aquí, en el Museo Arqueológico de Istanbul -y cuya réplica, gracias a la generosidad del pueblo turco, también puede verse en la Sede de las Naciones Unidas en Nueva York, fuera del salón del Consejo de Seguridad. Registra el tratado de paz concertado entre los imperios hitita y egipcio, después de la sangrienta batalla de Kadesh en el año 1279 antes de Cristo.

Poniendo fin a decenios de desconfianza y de guerra, ese tratado marcó un hito en su época. Iba más allá de una mera cesación de hostilidades, y comprometía a ambas partes a prestarse asistencia y cooperación mutuas. De hecho, fue la consagración literal de una alianza entre dos grandes civilizaciones.

Hoy, cuando nos reunimos para asumir nuestros propios compromisos y compartir nuestra visión de un futuro pacífico, tengo la esperanza de que todos podamos inspirarnos en ese antiguo pacto para construir nuestra propia Alianza entre civilizaciones, culturas, confesiones y comunidades.

En ese espíritu, y con mucha gratitud por vuestros esfuerzos, acepto vuestro Informe. En el breve lapso que me resta como Secretario General, procuraré, en consulta con mi sucesor, establecer un mecanismo adecuado para el seguimiento y la aplicación de las recomendaciones que contiene.

Muchísimas gracias.