El Secretario General pronuncia un discurso en la Universidad de Yale
New Haven, 2 de octubre de 2002


Presidente Zedillo,
Distinguidos profesores y estudiantes:

Es para mí un gran placer estar en Yale para rendir homenaje a la importantísima labor que desarrolla el Centro para el Estudio de la Globalización. Por el hecho de dedicar los notables recursos intelectuales de que dispone esta institución al estudio de este fenómeno clave de nuestro tiempo, estoy convencido de que ustedes podrán ayudarnos a comprender y afrontar los radicales cambios que está experimentando el mundo. Deseo también referirme a las prometedoras perspectivas que su programa mundial de becas ofrece -trayendo a Yale a inteligentes y destacados dirigentes jóvenes y brindándoles los medios para que ayuden a sus naciones a obtener el mayor provecho posible de la globalización.

A menudo se ha afirmado que la globalización es lo que distingue a nuestra época de las anteriores. Se nos dice que este fenómeno no sólo está cambiando nuestra manera de enfocar el mundo, sino también la forma de comunicarnos. Por globalización generalmente se entiende la intensificación de la circulación de bienes, servicios, capital, tecnología, información, ideas y fuerza de trabajo en el plano mundial como consecuencia de las políticas de liberalización y el cambio tecnológico.

Durante algún tiempo, la realidad confirmó esta idea. En efecto, funcionó tan bien que en muchos casos se pasaron por alto las fracturas subyacentes, creyendo que el constante crecimiento material difuminaría la gravedad de las diferencias políticas y los agravios sociales. En los últimos años, sin embargo, tanto yo como otras personas hemos exhortado a que se preste más atención a los posibles efectos políticos que pueden derivarse de no tener en cuenta las consecuencias sociales -y también económicas- de la globalización.

Desearía también referirme a un aspecto igualmente importante de la globalización -a saber, la posibilidad de convertirse en una fuerza verdaderamente integradora y no excluyente- y de los peligros muy reales que puede representar si no se realiza esa potencialidad.

En otras palabras, de la misma manera que nos preocupamos por la brecha que separa a los ricos de los pobres, debería también preocuparnos la distancia que exis-te entre quienes participan y no participan en un mundo globalizado, en el que ninguna frontera es impermeable y donde los privilegios -económicos, pero también políticos y sociales- de una minoría son dolorosamente patentes para la multitud de personas que siguen anhelando libertad y oportunidades. En pocas palabras, debemos orientar nuestras energías a hacer realidad la aspiración que la peculiar pero reveladora traducción en árabe de la palabra "globalización" expresa -literalmente significa "inclusión mundial".

Por supuesto, la globalización no es del todo nueva. Desde los comienzos de la historia, el ser humano ha comerciado, se ha desplazado, ha colonizado tierras y ha migrado, y ese proceso ha transformado los lugares tanto de procedencia como de llegada.

Lo que distingue a nuestra época es el grado de interrelación, la velocidad con que se producen los cambios -y la distancia enorme y cada vez mayor que este proceso está creando entre los que participan y los excluidos.

Desearía señalar que una forma de hacer frente a esta nueva división -entre quienes se benefician de la globalización y quienes simplemente la consideran una manifestación más de la injusticia del mundo- consiste en tratar de lograr una globalización no excluyente, cuyo objetivo sea no sólo abrir los mercados sino aumentar las oportunidades y promover la cooperación. Con esto me refiero a la necesidad de velar por que la globalización de las economías y las sociedades vaya acompaña-da de una "globalización de la comunidad" y se sustente en ella -por que se definan de manera más amplia y abierta nuestros deberes para con los hombres y mujeres con que convivimos en la aldea mundial y por que la globalización beneficie a todos en los planos económico, político y social.

Por lo tanto, la cuestión no es si la globalización es buena o mala, sino cómo debemos adaptar nuestras políticas, prioridades y decisiones personales para que tengan en cuenta las realidades de una nueva era. En un mundo sin barreras, ya no es posible pensar y actuar con una mentalidad local, como si sólo tuviéramos que ser solidarios y leales con quienes viven en nuestra propia ciudad o Estado.

Este mundo exige que derribemos también las barreras en nuestras mentes -las que nos separan unos de otros, a los ricos de los pobres, a los blancos de los negros, a los cristianos de los musulmanes y los judíos- para que seamos capaces de reconocer las infinitas maneras en que podemos beneficiarnos de la cooperación y la solidaridad, sin límites por motivos de nacionalidad, raza o desarrollo económico. Ya se trate de la delincuencia, la salud, el medio ambiente o la lucha contra el terro-rismo, la interdependencia ha dejado de ser una cuestión abstracta para convertirse en una realidad de nuestras propias vidas.

Esta situación representa un verdadero reto no sólo para los dirigentes políticos, sino también para la sociedad civil, las organizaciones no gubernamentales, las empresas, los sindicados, los pensadores y los ciudadanos de todas las naciones. Debemos reconsiderar qué es lo que significa pertenencia y comunidad para poder asumir como propio el destino de pueblos lejanos y tomar conciencia de que es preciso abrir a todos la torre de cristal de la globalización si deseamos que sea un lugar seguro.

Para ello será preciso que los dirigentes de todos los sectores presenten las opciones que se ofrecen a la población desde una perspectiva diferente. Es necesario que defiendan la difícil pero necesaria elección de no seguir excluyendo a los pobres, a los desheredados o a quienes se les ha privado de los derechos básicos a la libertad y la libre determinación. En caso contrario, no podremos esperar gozar de una paz y prosperidad duraderas.

Por supuesto, no será fácil incluir a todas esas personas en el ámbito de nuestras preocupaciones. Todos tenemos un sentimiento profundamente arraigado de lealtad hacia quienes están más cerca de nosotros -familiares, amigos, conciudadanos y connacionales. Decir que nosotros -y me refiero en particular a quienes tenemos el privilegio de vivir en el mundo desarrollado- debemos incluir a los ciudadanos de países pobres y lejanos en el ámbito de nuestras preocupaciones -que tenemos la obligación de ayudarles a realizar sus derechos y oportunidades con un espíritu de tolerancia y reconocimiento de la diversidad- es pedir mucho.

Sin embargo, ¿nos deja la globalización otra opción? O ayudamos a los excluidos del mundo globalizado en virtud de una obligación moral y en defensa del propio interés bien entendido, o nos veremos obligados a hacerlo el día de mañana, cuando sus problemas se conviertan en nuestros problemas, en un mundo sin barreras.

Los países pueden hacer frente a esta exigencia de innumerables maneras -abriendo los mercados a los productos de los países en desarrollo; aumentando la asistencia para el desarrollo- y, a este respecto, la Conferencia de las Naciones Unidas de Monterrey fue un buen comienzo; promoviendo una gestión buena y transparente de los asuntos públicos; luchando contra problemas sanitarios y ambientales que todavía no nos afectan; reconociendo las obligaciones que nos incumben de brindar asilo; promoviendo un proceso más ordenado de integración de los inmigrantes; y haciendo del pluralismo una prioridad absoluta de todo Estado.

Pensar globalmente -y considerar que no sólo los factores nacionales, sino también los internacionales, forman parte del proceso actual de adopción de decisiones por los gobiernos, las empresas y las organizaciones- no significa uniformidad de pensamiento, o la existencia de un sólo criterio. Desde luego, podemos pensar y actuar globalmente de muy distintas maneras, y al hacerlo celebrar y reforzar la diversidad mundial.

A este respecto, lo local no está en contraposición a lo mundial, sino que se impregna y enriquece de impulsos e influencias mundiales. El establecimiento de un diálogo entre naciones y culturas basado en valores y preocupaciones comunes es esencial para el logro de esta nueva realidad.

La creación de las propias Naciones Unidas se basó en el convencimiento de que el diálogo puede triunfar sobre la discordia, que la diversidad es un valor universal y que los pueblos de todo el mundo están mucho más unidos por su destino común que divididos por sus distintas identidades. Debe ser un diálogo cotidiano entre todas las naciones -dentro de cada civilización, cultura y grupo y entre ellos. Pero debe basarse en valores verdaderamente compartidos. Sin estos valores -consagrados en la Carta de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de Derechos Humanos- no puede haber paz duradera ni prosperidad segura. Ésta es la enseñanza del primer medio siglo de existencia de las Naciones Unidas. Hacer caso omiso de esta enseñanza será a nuestra cuenta y riesgo.

Aunque puede parecer un poco vago hablar de una globalización basada en valores comunes, la visión del mundo que trata de promover es clara y muy concreta.

Se trata de un mundo cuyo fundamento es la solidaridad y la comprensión, la tolerancia del disenso, la celebración de la diversidad cultural, la reafirmación de los derechos humanos universales fundamentales, y la creencia en el derecho de todos los pueblos a decidir cómo deben gobernarse. Es un mundo que se caracteriza por la creencia en que la diversidad de las culturas humanas es algo que se debe celebrar y no temer.

Esta visión se basa en la comprensión de que somos el producto de muchas culturas e impulsos, que nuestra fuerza reside en una combinación de lo familiar y lo extraño. Lo cual no quiere decir que no debamos estar orgullosos de nuestra propia fe o de nuestro patrimonio. Podemos y debemos estarlo. Pero la idea de que lo nuestro necesariamente entra en conflicto con lo suyo es falsa y peligrosa. Ha supuesto enemistades y conflictos sin fin y llevado a hombres y mujeres a cometer los mayo-res crímenes en nombre de un poder superior.

No debe ser así. Pueblos con distintas religiones y culturas conviven en casi todas las partes del mundo, y la mayoría de nosotros tenemos identidades yuxtapuestas que nos unen a grupos muy diferentes. Podemos amar lo que somos, sin odiar lo que -y a quienes- no somos. Podemos progresar en el ámbito de nuestra tradición, al mismo tiempo que aprendemos de los demás y respetamos sus enseñanzas. Ustedes, que tienen el privilegio de dedicarse al conocimiento y el entendimiento en esta gran institución, se encuentran con esta verdad todos los días y todas las horas de su trabajo.

Amigos:

Si hoy, después del horror del 11 de septiembre, vemos más claro y más lejos, nos percataremos de que la humanidad es indivisible. Las nuevas amenazas no hacen distinción entre razas, naciones o regiones. Un nuevo sentimiento de inseguridad ha penetrado en el espíritu de todos, independientemente de su riqueza o condición social. Una conciencia más profunda de los vínculos que nos unen a todos -en la adversidad y en la prosperidad- se ha apoderado de jóvenes y viejos.

El proceso de globalización no puede permanecer inmune a este reconocimiento. Debe velarse por que beneficie a quienes están en la periferia y en el centro, a los pobres y a los privilegiados, a los perseguidos y a las personas libres.

La reacción mundial a los ataques del 11 de septiembre debe animarnos y hacernos confiar en que podremos salir vencedores en esta lucha. Las manifestaciones de personas en ciudades de todas las partes del mundo y de todas las religiones en señal de condolencia -y para expresar su solidaridad con el pueblo de los Estados Unidos- demostró de manera más elocuente que cualesquiera palabras que el terrorismo no es algo que divide a la humanidad, sino algo que la une.

No quiero decir con esto que las repercusiones de esos ataques o, en términos más generales, los efectos de la globalización hayan resultado uniformemente beneficiosos para la causa más amplia de la tolerancia y la coexistencia. Por el contrario, a lo largo del año hemos sido testigos de un aumento espectacular de actos de antisemitismo en Europa y otras regiones; hemos visto a musulmanes que han sido víctimas de sospechas, hostilidad e incluso ataques físicos en su país y otras partes.

Estos actos de fanatismo e ignorancia pueden considerarse la cara desagradable de una globalización excluyente y antagónica. Para que la globalización no sea excluyente deben afrontarse estos males.

Las víctimas de los ataques del 11 de septiembre fueron, en primer lugar y sobre todo, las personas inocentes que perecieron y las familias que ahora lloran su muerte. Sin embargo, la paz, la tolerancia, el respeto mutuo, los derechos humanos, el imperio de la ley y la economía mundial son otras tantas víctimas de los actos de los terroristas.

Reparar el daño causado en la trama de la comunidad internacional -restablecer la confianza entre los pueblos y las culturas- no será fácil. Pero, de la misma manera que una respuesta internacional concertada puede dificultar mucho la labor de los terroristas, la unidad surgida de esta tragedia debe unir a todas las naciones en defensa del derecho más básico -el derecho de todos los pueblos a vivir en paz y seguridad.

El logro de una mundialización no excluyente será decisivo para conseguir este objetivo fundamental.

Muchas gracias.